conmemorada el 13 de junio de 2024.
Hoy, 13 de junio de 2024, jueves de la sexta semana después de la Pascua, la Iglesia de Cristo celebra la Ascensión de Su Señor y Salvador Jesús Cristo.
“Y ASCENDIÓ A LOS CIELOS...”
por el Protopresbítero Georges Vasílievich Florovsky.
“Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn 20:17): con éstas palabras Cristo Resucitado describió a María Magdalena el misterio de Su Resurrección. Ella hizo saber éste anuncio misterioso a Sus discípulos, “que estaban sumidos en la tristeza y el llanto” (Mc 16:10). Los discípulos escucharon éstas buenas nuevas con temor y asombro, con duda y desconfianza. No sólo fue Tomás quien dudó entre los Once. Contrariamente, parece que sólo uno de los Once no dudó: san Juan, el discípulo “a quien Jesús amaba”. Sólo él captó de inmediato el misterio del sepulcro vacío: “y vio, y creyó” (Jn 20:8). Incluso Pedro salió del sepulcro asombrado, “se fue a casa maravillándose de lo que había sucedido” (Lc 24:12).
Los discípulos no esperaban la Resurrección. Las mujeres tampoco. Estaban bastante seguros de que Jesús estaba muerto y descansaba en el sepulcro, y fueron al lugar “donde fue puesto”, con las especias aromáticas que habían preparado, “para que pudieran venir y ungirle”. Guardando un solo pensamiento: “¿Quién nos quitará la piedra para entrar al sepulcro?” (Mc 16:1-3; Lc 24:1). Y por eso, al no encontrar el cuerpo, María Magdalena se entristeció y se lamentó: “Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto” (Jn 20:13). Al oír la buena nueva del ángel, las mujeres huyeron del sepulcro atemorizadas y temblando: “el temor y el espanto se habían apoderado de ellas, y a nadie dijeron nada, tal era el miedo que tenían” (Mc 16:8). Y cuando hablaron, nadie les creyó, como nadie había creído a María, que vio al Señor, o a los discípulos que iban camino del campo, (Mc 16:13), y lo reconocieron en el partimiento del pan. “Al fin se manifestó a los once estando recostados a la mesa y les reprendió su incredulidad y dureza de corazón, por cuanto no habían creído a los que le habían visto resucitado de entre los muertos” (Mc 16:10-14).
¿De dónde viene esta “dureza de corazón” e “incredulidad”? ¿Por qué sus ojos estaban tan “retenidos”, por qué los discípulos tenían tanto miedo a la noticia, y por qué la alegría pascual entró tan lentamente y con tanta dificultad en el corazón de los Apóstoles? Ellos, que estaban con Él desde el principio, “desde el bautismo de Juan”, ¿no vieron todas las señales de poder que Él hizo ante la faz de todo el pueblo? Los cojos caminaron, los ciegos vieron, los muertos resucitaron y todas las enfermedades fueron sanadas. ¿No vieron ellos, sólo una semana antes, cómo resucitó por su palabra a Lázaro de entre los muertos, que ya había estado en el sepulcro por cuatro días? ¿Por qué entonces les resultaba tan extraño que el Maestro mismo hubiera resucitado? ¿Cómo fue que llegaron a olvidar lo que el Señor les decía en tantas ocasiones, que después del sufrimiento y de la muerte resucitaría al tercer día?
El misterio de la “incredulidad” de los Apóstoles se revela parcialmente en el relato del Evangelio: “Nosotros esperábamos que sería El quien rescataría a Israel”, con desilusión y reproche dijeron los dos discípulos a su misterioso Acompañante en el camino a Emaús (Lc 24:21). Querían decir: fue traicionado, condenado a muerte y crucificado. La noticia de la Resurrección anunciada por las mujeres sólo los “asombró”. Aún anhelan un triunfo terrenal, una victoria manifiesta. La misma tentación se apodera de sus corazones, que primero les impedía aceptar “la predicación de la cruz” y los hacía discutir cada vez que el Salvador intentaba revelarlos su misterio. “¿No era preciso que el Mesías padeciese y entrase en su gloria?” (Lc 24:26). Aún era difícil entender ésto.
Él tenía el poder de levantarse, ¿por qué permitió que sucediera lo que había sucedido? ¿Por qué tomó sobre sí mismo la desgracia, la blasfemia y las heridas? A los ojos de toda Jerusalén, en medio de las grandes multitudes reunidas para la Gran Fiesta, Él fue condenado y sufrió una muerte vergonzosa. Y ahora Él no entra en la Ciudad Santa, ni al pueblo que vio Su vergüenza y muerte, ni a los Sumos Sacerdotes y ancianos, ni a Pilato, para que Él pudiera hacer evidente su crimen y herir su orgullo. En cambio, envía a sus discípulos a la remota Galilea y se les aparece allí. Incluso mucho antes, los discípulos se preguntaron: “¿qué ha sucedido para que te hayas de manifestar a nosotros y no al mundo?” (Jn 14:22). Su asombro persiste, e incluso en el día de Su gloriosa Ascensión, los Apóstoles lo cuestionan: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?” (Hch 1:6). Seguían sin comprender el significado de Su Resurrección, sin entender el significado de las palabras: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn 20:17). Sus ojos fueron abiertos, pero más tarde, cuando se había cumplido “la promesa del Padre”.
EN LA ASCENSIÓN RESIDE EL SENTIDO Y LA PLENITUD DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO.
Nuestro Señor no resucitó para volver de nuevo al orden de vida carnal, para volver a vivir y comulgar con los discípulos y las multitudes por medio de la predicación y los milagros. Ésta vez ni siquiera permanece con ellos, sino que sólo se “aparece” ante ellos durante cuarenta días, de vez en vez, y siempre de milagrosa y misteriosa manera. “No estaba siempre con ellos ahora, como lo estuvo antes de la Resurrección”, comenta san Juan Crisóstomo. “Él vino y volvió a desaparecer, llevándolos así a concepciones más elevadas. Ya no les permitió continuar en su relación anterior con Él, sino que tomó medidas eficaces para asegurar dos objetivos; a saber: que se creyera en el hecho de Su resurrección, y que Él mismo fuera reconocido para siempre como mayor que el hombre”. Había algo nuevo e inusual en Su persona (cfr. Jn 21:1-14). Como dice san Juan Crisóstomo: “No era una presencia abierta, sino un testimonio cierto de que Él estaba presente”. Por eso los discípulos estaban confundidos y asustados. Cristo no resucitó de la misma manera que aquellos que fueron restaurados a la vida antes que Él. La de aquellos fue una resurrección temporal, habiendo vuelto a la vida en el mismo cuerpo, que estaba sujeto a muerte y corrupción, habían vuelto al modo de vida anterior. Pero Cristo resucitó para siempre, hasta la eternidad. Resucitó en un cuerpo de gloria, inmortal e incorruptible. Él resucitó, para jamás morir, porque “Él vistió al mortal en el esplendor de la incorrupción”. Su Cuerpo glorificado ya estaba exento del orden carnal de existencia. “Se siembra en corrupción y resucita en incorrupción. Se siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza, y se levanta en poder. Se siembra cuerpo natural y se levanta espiritual” (1 Co 15:42-44). Ésta misteriosa transformación de los cuerpos humanos, de la que hablaba san Pablo en el caso de nuestro Señor, se había realizado en tres días. La obra de Cristo en la tierra fue cumplida. Había sufrido, estaba muerto y enterrado, y ahora ascendía a un modo superior de existencia. Por Su Resurrección Él abolió y destruyó la muerte, abolió la ley de corrupción, “y resucitó consigo mismo a toda la raza de Adán”. Cristo ha resucitado, y ahora “no quedan muertos en el sepulcro” (cfr. Sermón Pascual de san Juan Crisóstomo). Y ahora Él asciende al Padre, pero no “se va”, sino que permanece con los fieles para siempre (cfr. El Contaquio de la Ascensión). Porque Él eleva la misma tierra con Él hasta el cielo, y aún más alto que cualquier cielo. El poder de Dios, en voz de san Juan Crisóstomo, “se manifiesta no sólo en la Resurrección, sino en algo mucho más fuerte”. Porque “el Señor Jesús, después de haber hablado con ellos, fue levantado a los cielos y está sentado a la diestra de Dios” (Mc 16:19).
Y con Cristo, la naturaleza del hombre asciende también.
“Nosotros que parecíamos indignos de la tierra, ahora somos elevados al cielo”, dice san Juan Crisóstomo. “Nosotros que no éramos dignos del dominio terrenal hemos sido elevados al Reino de lo alto, hemos ascendido más alto que los cielos, hemos venido a ocupar el trono del Rey, y la misma naturaleza, de la cual los ángeles guardaban el Paraíso, no se detuvo hasta ascender al trono del Señor”. Por Su Ascensión, el Señor no sólo abrió al hombre la entrada al cielo, no sólo apareció ante el rostro de Dios en nuestro favor y por nosotros, sino que también “trasladó al hombre” a los lugares altos. “Él honró a los que amaba poniéndolos cerca del Padre”. Dios nos dio vida y nos resucitó juntamente con Cristo, como dice San Pablo, “y nos hizo sentar juntamente en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Ef 2:6). El cielo recibió a los habitantes de la tierra. “Las primicias de los que durmieron” se sienta ahora en lo alto, y en Él toda la creación se resume y une. “La tierra se regocija en el misterio, y los cielos se llenan de alegría”.
“La terrible ascensión...” Aterrorizadas y temblando se encuentran las huestes angélicas, contemplando la Ascensión de Cristo. Y temblando se preguntan unos a otros: “¿Qué es ésta visión? Aquel que es hombre en apariencia asciende en Su cuerpo más alto que los cielos, como Dios”.
Así, el Oficio de la Fiesta de la Ascensión representa el misterio en un lenguaje poético. Así como en el día de la Natividad de Cristo la tierra se asombró al contemplar a Dios en la carne, así ahora los Cielos tiemblan y claman. “El Señor de los ejércitos, Quien reina sobre todo, Quien es Él mismo la cabeza de todo, Quien es preeminente en todas las cosas, Quien ha restablecido la creación en su orden anterior, Él es El Rey de gloria”. Y se abren las puertas celestiales: “Abrid, oh puertas celestiales, y recibid a Dios en la carne”. Es una alusión abierta al Salmo 24:7-10, ahora interpretado proféticamente. “Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos, vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria. ¿Quién es éste Rey de gloria? El Señor fuerte y poderoso...” San Juan Crisóstomo dice: “Ahora los ángeles han recibido lo que tanto han esperado, los arcángeles ven lo que tanto han anhelado. Han visto nuestra naturaleza resplandecer sobre el trono del Rey, resplandeciente de gloria y hermosura eterna... Por eso descienden para ver la insólita y maravillosa visión: El hombre apareciendo en el cielo”.
La Ascensión es la señal de Pentecostés, la señal de su advenimiento, “El Señor ha subido al cielo y enviará al Consolador al mundo”.
Porque el Espíritu Santo aún no estaba en el mundo, hasta que Jesús fue glorificado. Y el Señor mismo dijo a los discípulos: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros” (Jn 16:7). Los dones del Espíritu son “dones de reconciliación”, sello de una salvación cumplida y de la reunión definitiva del mundo con Dios. Y ésto se cumplió sólo en la Ascensión. “Y uno vio milagro tras milagro”, dice san Juan Crisóstomo, “diez días antes de ésto nuestra naturaleza ascendía al trono del Rey, mientras que hoy el Espíritu Santo ha descendido sobre nuestra naturaleza”. La alegría de la Ascensión yace en la promesa del Espíritu. “Tú diste alegría a tus discípulos con la promesa del Espíritu Santo”. La victoria de Cristo se obra en nosotros por el poder del Espíritu Santo.
“En lo alto está Su cuerpo, aquí abajo con nosotros está Su Espíritu. Y así tenemos Su señal en lo alto, que es Su cuerpo, que Él recibió de nosotros, y aquí abajo tenemos Su Espíritu con nosotros. El cielo recibió el Cuerpo Santo, y la tierra recibió el Espíritu Santo. Cristo vino y envió el Espíritu. Él ascendió, y con Él subió también nuestro cuerpo” (san Juan Crisóstomo). La revelación de la Santísima Trinidad se consumó. Ahora el Espíritu Consolador se derrama sobre toda carne. “De aquí viene la presciencia del futuro, la comprensión de los misterios, la aprehensión de lo oculto, la distribución de buenos dones, la ciudadanía celestial, un sitio en el coro de los ángeles, el gozo sin fin, el permanecer en Dios, el ser hecho semejante a Dios, y, por encima de todo, ¡el ser hecho Dios!” (san Basilio, Sobre el Espíritu Santo, IX). Comenzando con los Apóstoles, y a través de la comunión con ellos, en una sucesión ininterrumpida, la Gracia se extiende a todos los creyentes. A través de la renovación y glorificación en el Cristo Ascendido, la naturaleza del hombre se volvió receptiva del espíritu. “Y al mundo le da fuerzas vivificadoras a través de su cuerpo humano”, dice el obispo Theóphanes. “Él lo tiene completamente en Sí mismo y lo penetra con Su fuerza, fuera de Sí mismo; y Él también atrae a los ángeles a Sí mismo a través del espíritu del hombre, dándoles espacio para la acción y haciéndolos así benditos”. Todo ésto se hace a través de la Iglesia, que es “el Cuerpo de Cristo”; es decir, Su “plenitud” (Ef 1:23). “La Iglesia es el cumplimiento de Cristo”, continúa el obispo Theóphanes, “quizás del mismo modo que el árbol es el cumplimiento de la semilla. Lo que está contenido en la semilla en forma contraída recibe su desarrollo en el árbol”.
La existencia misma de la Iglesia es fruto de la Ascensión. Es en la Iglesia donde la naturaleza del hombre es verdaderamente ascendida a las alturas Divinas. “y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo” (Ef 1:22). Dice san Juan Crisóstomo: “¡Sorprendente! Vuelve a mirar adónde Él ha elevado a la Iglesia. Como si lo estuviera levantando con algún motor, lo ha elevado a una gran altura, y lo ha colocado sobre un trono allá; porque donde está la Cabeza, allí también está el cuerpo. No hay intervalo de separación entre la Cabeza y el cuerpo; porque si hubiera una separación, entonces el uno ya no sería más un cuerpo, ni el otro sería más una Cabeza.” Toda la raza de los hombres debe seguir a Cristo, incluso en Su exaltación final, “para seguir Su comitiva”. Dentro de la Iglesia, a través de una adquisición del Espíritu en la comunión de los Sacramentos, la Ascensión continúa todavía, y continuará hasta que la medida esté llena. “Sólo entonces la Cabeza se llenará, cuando el cuerpo sea perfecto, cuando estemos entrelazados y unidos”, concluye san Juan Crisóstomo.
La Ascensión es una señal y señal del Segunda Advenimiento. “Ese Jesús que ha sido llevado de entre vosotros al cielo, vendrá así, del modo que le habéis visto ir al cielo” (Hch 1:11).
El misterio de la Providencia de Dios se cumplirá en el Retorno del Señor Resucitado. En el cumplimiento de los tiempos, el poder real de Cristo se manifestará y extenderá sobre toda la humanidad fiel. Cristo lega el Reino a todos los fieles. “Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas, y yo dispongo del reino en favor vuestro como mi Padre ha dispuesto de él en favor mío, para que comáis y bebáis a mi mesa, en mi reino, y os sentéis sobre tronos como jueces de las doce tribus de Israel” (Lc 22:29-30). Aquellos que lo siguieron fielmente se sentarán con Él en sus tronos en el día de Su advenimiento. “Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono” (Ap 3:21). La salvación será consumada en la Gloria. “Concibe para ti el trono, el trono real, concibe la inmensidad del privilegio. Esto, al menos si quisiéramos, podría servirnos más para asustarnos, sí, incluso que el mismo infierno” (san Juan Crisóstomo).
Deberíamos temblar más ante el pensamiento de esa Gloria abundante que está asignada a los redimidos, que ante el pensamiento de las tinieblas eternas. “Piensa cerca de Quién está sentada Tu Cabeza...” O más bien, Quién es la Cabeza. En verdad, “maravillosa y terrible es tu divina ascensión desde la montaña, oh Dador de la vida”. Una altura terrible y maravillosa es el trono del Rey. Frente a ésta altura toda carne permanece en silencio, sobrecogida y temblando. “Él mismo ha descendido a las profundidades más bajas de la humillación, y ha elevado al hombre a la altura de la exaltación”.
¿Qué debemos hacer entonces? “Si eres el cuerpo de Cristo, lleva la cruz, porque Él la llevó” (san Juan Crisóstomo).
“Con el poder de Tu Cruz, Oh Cristo, establece mis pensamientos, para que pueda cantar y glorificar Tu salvífica Ascensión.”
REFERENCIAS
Orthodox Church in America. (2023). The Ascension of Our Lord. New York, Estados Unidos: OCA.
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