conmemorados el 9 de marzo.
En el año 313, san Constantino el Grande emitió un edicto que otorgaba a los cristianos libertad religiosa y reconocía oficialmente al cristianismo como igual al paganismo ante la ley. Pero su co-gobernante Licinio era pagano, y decidió erradicar el cristianismo en su porción del Imperio. Mientras Licinio preparaba su ejército para luchar contra Constantino, decidió remover a los cristianos de su ejército por temor a un motín.
En aquel tiempo, uno de los comandantes militares en la ciudad armenia de Sebaste era Agrícola ─ardoroso defensor de la idolatría. Bajo su mando estaba una compañía de cuarenta capadocios, valientes soldados que se habían distinguido en numerosas batallas. Cuando éstos soldados cristianos se negaron a ofrecer sacrificios a los dioses paganos, Agrícola los aprisionó. Los soldados se ocuparon en oración y salmodia, y durante la noche escucharon una voz que decía: “Perseverad hasta el final, entonces seréis salvos”.
A la mañana siguiente, los soldados fueron llevados nuevamente ante Agrícola. Ésta vez el pagano probó la adulación. Comenzó a elogiar su valor, su juventud y su fuerza, y una vez más los instó a renunciar a Cristo y ganarse así el respeto y el favor de su emperador.
Siete días después, el renombrado juez Licio llegó a Sebaste y juzgó a los soldados, quienes respondieron con firmeza: “Toma no solo nuestras insignias militares, sino también nuestras vidas, ya que nada es más precioso para nosotros que Cristo Dios”. Licio entonces ordenó a sus sirvientes apedrear a los santos mártires. Pero las piedras no alcanzaron a los santos y volvieron a herir a quienes las habían arrojado. Una piedra lanzada por Licio golpeó a Agrícola en la cara y rompió sus dientes. Los torturadores se dieron cuenta de que los santos estaban custodiados por algún poder invisible. En prisión, los soldados pasaron la noche en oración y nuevamente escucharon la voz del Señor que los consolaba: “El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá (Jn 11:25). Sean valientes y no teman, porque obtendrán coronas imperecederas”.
Al día siguiente, el juez repitió el interrogatorio frente al torturador, pero los soldados se mantuvieron inflexibles.
Era invierno y había una fuerte helada. Alinearon a los santos soldados, los arrojaron a un lago cerca de la ciudad y montaron guardia para evitar que salieran del agua. Para quebrantar la voluntad de los mártires, se instaló una cálida casa de baños en la orilla. Durante la primera hora de la noche, cuando el frío se había vuelto insoportable, uno de los soldados corrió hacia la casa de baños, pero apenas cruzó el umbral, cayó muerto.
Durante la hora tercera de la noche, el Señor envió consolación a los mártires. De repente hubo luz, el hielo se derritió y el agua del lago se calentó. Los guardias dormían, con excepción de Aglaios, quien hacía las veces de vigía. Mirando al lago, observó que una corona radiante había aparecido sobre la cabeza de cada mártir. Aglaios contó treinta y nueve coronas y se dio cuenta de que la frente del soldado que huyo no ostentaba corona alguna.
Aglaios luego despertó a los otros guardias, despojándose del uniforme, dijo: “Yo también soy cristiano”, y se unió a los mártires. De pie en el agua, oró: “Señor Dios, creo en ti, en quien creen éstos soldados. Agrégame a ellos y hazme digno de padecer con tus siervos. Entonces apareció una cuadragésima corona sobre su cabeza.
Por la mañana, los torturadores vieron con sorpresa que los mártires todavía estaban vivos y que su guardia Aglaios glorificaba a Cristo junto con ellos. Sacaron a los soldados del agua y les rompieron las piernas. Durante esta horrible ejecución, la madre del más joven de los soldados, Melitón, suplicó a su hijo que perseverara hasta la muerte.
Colocaron los cuerpos de los mártires en un carro y los quemaron. El joven Melitón aún respiraba y lo dejaron en el suelo. Su madre recogió entonces a su hijo, y sobre sus propios hombros lo llevó detrás del carro. Cuando Melitón exhaló su último aliento, su madre lo puso en el carro con los cuerpos de sus compañeros de sufrimiento. Los cuerpos de los santos fueron arrojados al fuego, y sus huesos carbonizados fueron arrojados al agua, para que los cristianos no los recogieran.
Tres días después los mártires se aparecieron en sueños a san Pedro, obispo de Sebaste, y le ordenaron enterrar sus restos. El obispo recogió, junto con varios clérigos, las reliquias de los gloriosos mártires y las enterraron con honor.
Existe una costumbre piadosa de hornear “Alondras” (pasteles con forma de alondra) en éste día, porque la gente creía que los pájaros cantaban en esta época para anunciar la llegada de la primavera. Se hornean, pues, cuarenta “Alondras” en honor a los Cuarenta Mártires.
Los nombres de los cuarenta santos mártires de Sebaste son: Quirio, Candido, Domno, Hesiquio, Heraclo, Smaragdus, Eunico, Valencio, Viviano, Claudio, Presco, Teodolo, Eutiquio, Juan, Xanteas, Heliano, Sisinio, Angio, Aecio, Flavio, Acacio, Ecditio, Lisimaco, Alejandro, Elías, Gorgonio, Teófilo, Domiciano, Gaio, Leoncio, Atanasio, Cirilo, Sacerdon, Nicolás, Valerio, Filoctimon, Severiano, Cudion, Aglaios, y Melitón.
REFERENCIAS
Orthodox Church in America. (2023). 40 Holy Martyrs of Sebaste. New York, Estados Unidos: OCA.
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