Del Pesebre Al Calvario.
Padre Mateo el Pobre.
Traducción de Alan Eugene Aurioles Tapia.
«Porque todo aquello que es nacido de Dios vence al mundo: y esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe.» (1 Juan 5:4)
Amados míos,
La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con todos vosotros. “La paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento” (Flp 4:7) los mantiene fieles a Él y a la vocación a la que han sido llamados para alabanza de Su nombre y gloria de Su gracia. Que sean un faro en la cima de Su morada.
Había escrito mi primera carta pensando que bastaría. Sentí, sin embargo, la necesidad de escribir nuevamente, pidiendo al Señor Jesús Cristo que éstos escritos míos que a ustedes dirijo no sean carga para ninguno. Que nadie crea que lo he escrito por mi extenso conocimiento o entendimiento, porque soy como un ciego que anda a tientas y escribo sin saber lo que escribo. Como tal, en advirtiéndolos contra cualquier pecado, me considero culpable de él. La sangre de Jesucristo, empero, es capaz de limpiarnos de todo pecado enteramente (cfr. 1 Jn 1:7) para que seamos hallados irreprensibles en ese gran Día de Su venida, el cual está cerca.
Purificaos, amados hermanos, junto conmigo mismo, con el hisopo del Espíritu Santo. Vistamos con atavíos que correspondan al encuentro con el Esposo porque hemos sido comprados por precio (cfr. 1 Co 6:20) para ese gran Día habiendo obtenido permiso para entrar, de modo que no resta más sino preparar nuestros atavíos. Cuiden, entonces, que cualquiera de ustedes sea negligente en lavarse cada día. Examinen su interior para detectar los pecados escondidos en lo más profundo de ustedes. Tráiganlos a la luz de la conciencia iluminada por el conocimiento del Espíritu Santo y los mandamientos del Señor, que son lámpara de aceite para su camino (cfr. Sal 118:105), en verdad, un sol en cuya luz somos lavados a diario.
Hoy han emprendido el camino que conduce al Calvario, partiendo de un pesebre. Inclinen sus cabezas, ustedes que son elegidos de Dios, para entrar en la cueva de las bestias. Es allí donde reside su salvación, de tan despreciable sitio brota el dulce aroma de sus vidas ─el aroma de su humildad.
Vayan a buscar entre la paja de un pesebre para animales y descubran ustedes mismos a un Dios que ha abandonado el Cielo y el esplendor de los santos ángeles para escribirlos la historia de su salvación. Se ha humillado hasta lo más bajo de la humanidad para no dejar atrás a un solo hermano o hermana humano ni siquiera. Comenzó Su viaje entre las bestias para asegurar Su plan.
Antes de llevar la Cruz y seguir a Cristo, quien desee ser discípulo debe nacer primero en un pesebre. Es allí donde reside su sitio, debajo de toda la humanidad. Que elijan un puesto entre los animales y una vez que logren hacerlo correctamente, se darán cuenta de que no han sido lo suficientemente humildes, porque encontrarán que el Señor es más humilde que ellos. Cristo jamás cesa de decir: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11:29).
Ustedes que aman la adoración pura e inmaculada, nuestro camino comienza donde comenzó Cristo, con plena renuncia, pues éste es el manto dorado de la humildad. Contempla al Rey de reyes envuelto en harapos el día de Su nacimiento. Anhelen esa vestidura real como hijos del Rey para que puedan llegar a ser sus discípulos. ¿No basta que el discípulo sea semejante a su Maestro (cfr. Mt 10:25)?
No son pocos quienes pueden ostentar los más elegantes de los atavíos ─impecablemente limpios y deslumbrantes. Pero sólo hay uno que puede vestirse con harapos; es Él, sólo, quien puede llevar la Cruz.
Cristo aceptó nacer en un pesebre tal como deseó llevar la Cruz y aceptó la muerte. Se vistió con harapos porque buscaba conquistar el mundo para que cuando viniere el príncipe de éste mundo, no tuviere nada en Él (cfr. Jn 14:30).
Cristo tenía familia y parientes en Belén, porque era la ciudad de David, mas allí Él era semejante a un extraño. En la ciudad de Su padre y de su madre Él era un extraño porque deseaba convertirse en Hijo del Hombre y hermano de toda la humanidad. Mientras tengamos padres, hermanos, hermanas o madres, seremos extraños a Cristo, porque todos los hombres son parientes nuestros en consonancia con la alusión que hace el Evangelio a “tu prójimo”. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22:39), y “a tu prójimo” quiere decir a toda la humanidad. En cuanto a aquel que ama a padre, madre, hermano o hermana, etc., “más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10:37).
Ahora, amados míos, alcen sus ojos a Belén y aprendan de ella cómo vivir como extranjeros. Porque dondequiera que son extranjeros, están más cerca del Cielo, porque los ángeles los rodean por todos lados para salvarlos. Comiencen con el pesebre para aprender a correr de espaldas, es decir, a la zaga de las filas. Cuando mires que te has convertido en el más pequeño de todos, comienza tu camino, porque éste es tu pesebre desde donde partirás hacia el Calvario.
Si te engríes y sitúas a algunas personas detrás de ti a quienes tienes por pecadoras o perezosas o que te parecen indignas o inferiores, ten por seguro que tu camino está obstruido. Jamás te llevará a ningún otro lugar que no sea desde donde empezaste. Pero, si te miras como el último de todos, inmediatamente sentirías que estás avanzando con el poder de Aquel que dijo: “muchos primeros serán postreros, y postreros primeros” (Mt 19:30); “y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos” (Mc 10:44); “así como el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20:28); “El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo. Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mt 23:11-12).
Háganse vestiduras doradas con los harapos en que fue envuelto Jesús, para cubrir la imperfección de sus cuerpos y miembros. Aquellos que carezcan de pureza o santidad de miembros o de pensamientos, que tomen para sí un harapo de los pocos harapos en los que estaba envuelto el Niño. Que cubran con él sus cuerpos para que sean sanados.
Renuncien al orgullo para que la humildad los vista en su vez. Envuélvanse de humildad para cubrirse de la vergüenza de sus pensamientos.
¡Adiós en nombre de la Santísima Trinidad!
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