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Meditaciones Sobre La Natividad: Lectura número nueve.

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El Nacimiento De Cristo, Es Nacimiento Nuestro.

Padre Mateo el Pobre.

Traducción de Alan Eugene Aurioles Tapia.



«La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.» (Juan 17:22-23)

 

 

Queridos Padres de Wādī al-Rayyān,

 

¡Paz de Dios y gracia y bendición en Cristo, Redentor y Salvador de vuestras almas!

 

Así como desde aquel día en el cual pecamos contra Dios, el mundo había estado esperando recibir el nacimiento de Cristo, así, cada uno de nosotros ahora espera recibir a Cristo cada vez que peca contra Dios. Cristo vino a rectificar el curso de nuestra vida permanente y perpetuamente en dirección a Dios. Siempre cometemos pecados contra Dios, mas ahora Cristo está siempre presente para rectificar nuestra transgresión. Cristo está siempre dispuesto a restaurar la rectitud de la relación que nos une con Dios, a substanciar el sentimiento de renovación y a asegurar el fin último de nuestra existencia. Dios consuma todo lo dicho demostrando Su existencia divina en lo más profundo de nuestra conciencia.

 

Sin embargo, así tal cual el mundo crecía en su disposición a recibir el nacimiento de Cristo, también crecía en su falta de disposición para creer en Él. Ésto es así porque el mundo contenía y aún contiene fundamentales e intrínsecas potestades que desafían a Dios, es decir, los poderes encabezados por el Príncipe de éste mundo. Son tales poderes los que dominan nuestras pasiones y ambiciones egoístas. Ellas sugieren a nuestra mente la aspiración a la disolución y la avidez de poder. Igualmente nos engañan para existir independientemente de Dios, lejos de Sus mandamientos y estatutos.

 

En el interior de cada uno de nosotros, aún cuando crecemos en nuestra sumisión a Dios y a la fe, permanecen inclinaciones equívocas y veleidades de egoístas ambiciones que crecen de costado al paso del tiempo y la actividad del mundo. Podemos ceder a la tentación de aspirar a la libertad pecaminosa y a un impuro estilo de vida alejado de los santos mandamientos de Dios. Sin embargo, el nacimiento de Cristo en el mundo pone un límite a la tiranía de nuestra artería. Ahora está Aquel que reprocha al mundo su extravío y su abrumador influjo. Asimismo, nuestro nacimiento en Cristo pone un límite a la tiranía y arrogancia de nuestras pasiones y egoístas ambiciones. Domeña nuestra indómita naturaleza y fustiga implacablemente nuestra conciencia por cada palabra u obra en desacuerdo con la nueva vida que el Espíritu Santo prodiga generosamente sobre nosotros como hombres y mujeres de Dios.

 

Cristo no nació en el mundo para permanecer en el mundo, porque Él no es originario del mundo (cfr. Jn 8:23). Él nació al mundo para que el mundo exista en Él. Por lo tanto, no podemos ver a Cristo en el mundo ni en compañía del mundo, lo que significa que de nada sirve engañarnos intentando reconocerlo, sentirlo, someternos a Él o siquiera creer en Él mientras vivimos en el reino de éste mundo con sus pensamientos, placeres, ambiciones, llevándonos bien con el mundo, ganándonos su favor y buscando su afecto. Sin embargo, en el momento en que salgamos del reino de éste mundo y nos desencadenemos de sus pensamientos, placeres y ambiciones, en el momento en que sacrifiquemos su afecto y favor y nos conduzcamos directamente hacia Dios con nuestro ser más íntimo, inmediatamente encontraremos a Cristo, reconociéndolo y sintiendo su presencia de excepcional manera. Ésto suele verse potenciado por un poder trascendente y por dones que desbordan en abundancia, compensando cualquier pérdida infligida por el mundo por razón de nuestro desafío.

 

Cuando somos iniciados en el reino de Cristo, descubrimos el nuevo mundo para el cual Cristo nace para reinar desde Su trono para siempre. Éste nuevo mundo se denomina “El Reino de Dios”. Es el mundo de la humanidad justificada que se sujeta a Dios; el mundo de los santos y los espíritus de los ángeles; el mundo de la Iglesia viva y del Cuerpo místico; el mundo de la luz eterna.

 

Entonces, a todo aquel que cree en Cristo y es bautizado en Su nombre, Cristo no se le revela como nacido lejos de él, en Belén, ni tampoco se le revela simplemente como nacido en el corazón. Si lo pensáramos así, ésto convertiría la sustancia de la verdadera revelación en una sustancia meramente histórica, es decir, sólo una imagen de la verdad. La verdadera revelación mística del nacimiento de Cristo en relación con nosotros sólo ocurre precisamente cuando somos nacidos para Dios en Cristo. Así, a través de la fe y del bautismo místico y espiritual en Cristo, recibimos de Dios el misterio del nacimiento divino. La Escritura lo expresa de esta manera:

 

Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios (Jn 1:12-13).

 

Por lo tanto, estamos llamados a ver el nacimiento de Cristo en nuestro propio nacimiento de Dios, un nacimiento consumado por el poder divino que no depende de ningún poder de nuestra parte, sino del poder de la fe que obra por el amor. No se ve afectado por ningún pecado heredado a través de la carne, sino que trasciende todo pecado lavándolo con la sangre de Cristo, que es extraordinaria en su misericordia, bondad y compasión por nuestra debilidad.

 

Por esta razón, todo aquel que vive su nuevo nacimiento en Cristo vive y ve el Belén celestial como lo perciben los ángeles. En adelante, jamás cesará de alabar la gloria de Dios en las alturas ni de día ni de noche, ni cesará de profundizar en la paz de Cristo en la tierra, ni de discernir el gozo de Dios en medio de las tribulaciones de éste siglo.

 

Hermanos, en ésta ocasión estamos unidos por el hecho de que se nos ha anunciado uno de los misterios más asombrosos de Cristo… El Espíritu de Cristo nos ha revestido con los vestidos del amor y ha prodigado la gracia de la humildad sobre nuestra pobreza, debilidad y humillación. Luego fundió nuestros corazones en uno, para que podamos regocijarnos juntos, lamentarnos juntos, enfermar juntos y dar gracias juntos. Damos, por tanto, un paso adelante para pedir a Dios que santifique nuestra unidad, amor, miseria, alegría, dolor, enfermedad y acción de gracias, y los convierta en un sacrificio vivo, santo y agradable a Él, por el amor y honor debidos a su bendito y grande nombre.

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