El Amor Fue Hecho Carne.
Padre Mateo el Pobre.
Traducción de Alan Eugene Aurioles Tapia.
«En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.» (1 Juan 4:10)
Querido Padre,
¡Paz de Dios a vuestro espíritu, amado mío! Lo envío un saludo navideño, suave cual brisa en la que se escuchó en Belén la voz del amor Paternal cantada armoniosamente por los ángeles. ¡Qué voz tan refrescante y vivificante aquella que dio vida a la muerta y descorazonada humanidad! La voz no era un mensaje sino un cuerpo en el cual se revelaban todas las misericordias de Dios. El cuerpo portaba Su compasión y perdón por todos los pecados que había tolerado por tan largo tiempo con paciencia y sufrimiento más allá de todo entendimiento. Tal era el niño Jesús acostado en un pesebre que fue la promesa de la Cruz que se realizó a su debido tiempo. Tal es Jesús, que nació para morir por nosotros. El amor fue hecho carne; el sacrificio se convirtió en un cuerpo. Cuando el amor del Padre por los pecadores se unió al amor del Hijo por el Padre, Cristo nació.
Hoy, tras la esterilidad de espíritu que cayera sobre nuestros dos antecesores, la humanidad se ha vuelto fecunda. Hoy ha nacido a la humanidad un Hijo que es llamado Padre Eterno (cfr. Is 9:6). Hoy celebramos el nacimiento de la primicia de la humanidad, el primogénito entre muchos hermanos (cfr. Rm 8:29), cabeza de la Iglesia espiritual que colma el Cielo. Él solo es Mediador entre nosotros y el Padre, porque es nuestro hermano y el Hijo de Dios al mismo tiempo.
Él es capaz con toda veracidad, idoneidad y dignidad de interceder por cualquier culpa o debilidad de parte nuestra; porque Él se ha dignado llevar todos nuestros pecados ante el Padre y los ángeles, y aceptar en su lugar reproche y castigo. Tras purificar nuestra naturaleza, nos revistió con Su cuerpo puro para que pudiéramos aparecer en él ante el Padre ─irreprensibles e impecables.
Bendito, pues, entre todos los días de la humanidad, el día en el cual entregamos nuestro cuerpo al Espíritu Santo, por medio de la Virgen, para que Cristo lo tomara en nuestro nombre, lo convirtiera en suyo y en él se presentara ante el Padre para reconciliar consigo mismo a todos quienes conforman tal cuerpo. Bienaventurados los que llevan dentro de sí el Espíritu de Cristo en la fe, porque en lo venidero ya no aparecerán ante el Padre en su propio cuerpo muerto y corrompido, sino que se los ofrecerá el cuerpo de Cristo para aparecer en él y recibir de tal modo la gracia. Sobre ellos sobrevendrá la gloria de Dios.
¡Adiós!
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