La Gloria En La Pobreza.
Padre Mateo el Pobre.
Traducción de Alan Eugene Aurioles Tapia.
«¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó.» (Juan 16:33)
Amados hermanos de Bayt al-Takris,
Paz de Dios a vuestras almas, y sinceras suplicaciones a Cristo el Señor para que os sostenga con Su gracia en vuestra vida y perfeccione vuestra lucha, paciencia y fe.
Con ocasión de la Fiesta de la Natividad, quisiera ofrecerlos una palabra que he derivado del misterio de Cristo que nos motiva a mí y a ustedes a una vida de consagración y pobreza en su sentido pleno con un poder renovado más allá de aquello que la mente es capaz de comprender o de imaginar.
Todo lo que podemos inferir de nuestra vida hasta ahora es que el llamado a caminar a la zaga de Cristo demanda vigilancia en el camino para seguir la voz del pastor, porque la ascensión en el camino se produce súbitamente. Quien no prestare atención ha de dar de bruces con la roca de la ascensión y caerá en vez de ascender. De hecho, aquellos que no han afrontado la experiencia de la humillación dispuesta para la ascensión, que encima se distraen del seguimiento del Señor siguiendo las pasiones de alma y cuerpo, tal experiencia de humillación devendrá para ellos en motivo de tropiezo, calumnia, huida, y regresión.
Puedo percibir, detrás de éstos desiertos y años, el aroma del amor suyo, nacido en medio de la adversidad. Su amor ha madurado a través de las pruebas, para ser muestra de amor espiritual, no emocional, y un nuevo testimonio del tipo de unión e intimidad eclesial que aquellos consagrados a Dios deben vivir.
Cuando los ofrezco la Natividad con semejantes palabras, los presento uno de los misterios de Cristo, del Cielo, de la Virgen y de los ángeles, el cual no puede transmitirse a otros sin antes ser experimentado.
El Cielo se regocijó en la Natividad. Ésta fue la impresión más clara de la Natividad. Por primera vez en la vida de toda la creación, los acontecimientos de la tierra se tornaron en gozo para los celestiales. Debido a la grandeza y universalidad de tal gozo, los ángeles emergieron de su eterno silencio y compartieron con nosotros su dicha y nos revelaron ésta maravillosa noticia: “He aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo” (Lc 2:10).
Por razón de la fuerza y profundidad de su impacto, el Evangelio deriva su nombre de ésta buena nueva. Y todo aquel que transmite éste mismo Evangelio ─la buena nueva de la salvación anunciada en la Natividad─ se hace semejante a un “ángel” de Dios o un “evangelista”. Tal como las Escrituras llaman a los siete obispos en el libro del Apocalipsis, “Y escribe al ángel de la iglesia…”.
Desde aquí, hermanos, arribamos al corazón del mensaje al que Dios nos llamó, como personas consagradas al Evangelio o como ángeles de Dios que predican la buena nueva de salvación y alegría.
Por tanto, sepan que la persona triste no puede comunicar ni transmitir la alegría a los otros, y aquellos que no guardan motivos para la verdadera alegría no son capaces de transmitir con sus emociones la salvífica buena nueva. El Evangelio es una fuerza gozosa que trasciende el temor y toda emoción y enseña: “No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo” (Lc 2:10).
La Natividad es fuerza de alegría, y Fiesta para quienes se regocijan en el Evangelio. La Natividad es, pues, un punto crítico en la vida consagrada, porque requiere una alegría celestial que nos arrebate del silencio y de la sobriedad, e incluso de las emociones, tal como la alegría que hizo aparecer a los ángeles, para convertirnos en evangelizadores de la alegría.
Consiguientemente, cada vez que conmemoramos la Natividad debemos hacernos dos preguntas: ¿qué hicimos con ésta conmemoración? ¿Y cómo respondimos ante la buena nueva? De cierto, la Natividad no es una mera conmemoración, porque la alegría divina no puede limitarse a uno solo de los días humanos y tampoco pueden las palabras expresar las buenas nuevas. La realidad de la Natividad vive en el corazón angelical; es decir, en el corazón de aquellos que predican, como un manantial eterno de alegría y júbilo. Cuanto más tomamos de él, más acrecienta; cuanto más damos de él, más nos llenamos.
La persona que vive de cara al Evangelio y a Cristo vive en el día de Su Natividad. Ese día, pese a que quedó registrado en la historia en un día específico, en realidad es el Evangelio de la alegría y de la salvación inacabable. Es día de Dios y no un día del hombre, sobreabundando en la profundidad de su poder y significado por los siglos de los siglos. La alegría de la Natividad es, se puede decir, igual a la alegría de un milenio de alegrías humanas si se combinaran desprovistas de tristeza.
La persona que se consagra a Dios se dedica primeramente y por sobre todo a la Natividad. Así como Cristo nació para morir, el cristiano debe morir para nacer. Para las personas consagradas, la Natividad es, a la vez, un fin y un comienzo de vida. En otras palabras, quienes quieran nacer espiritualmente deben primero alcanzar la muerte total. ¿No es el nacimiento de Cristo un acto extraordinario de anonadamiento y kénōsis que alcanza la muerte total?
He aquí la fuente del gozo perfecto. ¿No ha llegado a nosotros ésta gozosa salvación por medio de la completa pobreza y kénōsis que el Señor ha sobrellevado?
He aquí la fuente de un gozo eterno y sobreabundante, que asombró a los ángeles y los encomendó con el poder de las gozosas buenas nuevas. El ángel dijo: “He aquí os doy nuevas de gran gozo” (Lc 2:10). De tal suerte, en alcanzando la completa pobreza, la muerte y la renunciación a toda gloria, adquirimos para nosotros el misterio del gozo eterno que no nos puede ser arrebatado. Todo gozo que reside en los dones y las glorias de éste mundo nos puede ser arrebatado, mas el gozo de renunciar a los dones y las glorias de éste mundo, ¿qué nos lo arrebatará? Cuando alcancemos el nivel de alegría perfecta que no nos puede ser arrebatada, habremos arribado a las buenas nuevas de la Natividad y seremos semejantes a los gozosos ángeles de Dios. Entonces daremos y rebosaremos, y nuestro dar no tendrá fin.
Éste es el misterio de la buena nueva, y éste es el poder de la Natividad que surge del misterio de la kénōsis y del poder de la renunciación.
El Recién Nacido es el Rico que se hizo pobre para que nosotros, con Su pobreza, podamos ser enriquecidos (cfr. 2 Co 8:9). Ésta es la naturaleza exaltada de Cristo en su gloria, suprema en su humildad, rebosante de gozo, júbilo y alegría. Cuando nos hacemos conscientes del poder de la pobreza total y de la muerte, alcanzamos la gloria de la naturaleza de Cristo y su humildad y nos saciamos del gozo que surge de su pobreza. Entonces rociaremos a toda persona con buenas nuevas.
Éste es el misterio de la alegría angelical dado a los hombres el día de la Natividad, y es semejante al más grande punto crítico en la vida de la persona consagrada porque el misterio de la alegría perfecta no brota sino del misterio de la pobreza perfecta. Por tal razón los consagrados encaran una prueba insoportable si abandonan el misterio de la pobreza, es decir, si esperan la gloria humana o asegurar un futuro o bienestar corporal.
La Virgen comprendió la profundidad de ésta experiencia cuando aceptó en su seno los signos del misterio de la Natividad y alabó: “Mi alma magnifica al Señor, y salta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva” (Lc 1:46-48). Mirad cómo Ésta Sabia Santa relacionó la capacidad de glorificar alegremente a Dios con la humildad. En cuanto al secreto de ésta nueva visión evangélica en su esencia, no fue sino porque estaba plena de verdadera humildad, que verdaderamente calificó para ser plena de Cristo.
El misterio de alabar a Dios con el gozo del corazón y del alma no se da sino a aquel que es humilde; es en éste en quien Dios mismo pone su sello.
Luego, escuchad proseguir a la Virgen: “Derribó a los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes. A los hambrientos llenó de bienes, y a los ricos despidió vacíos” (Lc 1:52-53). Aquí, María ─portadora de la gloria y la humillación de Dios─ revela el misterio de la humildad y el misterio de la saciedad que ha alcanzado, cuyo significado se halla en su personal aceptación de Cristo. Ésto es, que la presencia de Cristo en la humanidad entraña el misterio de elevación y saciedad. Y aquellos que no poseen a Cristo bajarán de sus tronos y serán despedidos con manos vacías. En su cántico, la Virgen María alude a la virginidad con una mirada encubierta, como un estado de hambre dentro de la persona consagrada a Dios. No es descaminado por la saciedad corporal de ningún tipo, ni disuadido por el dolor, hasta que alcanza su plenitud directamente de Dios. El celibato es una verdadera y permanente hambre de Dios que sólo puede satisfacerse con la presencia de Dios. Por tal razón, la Virgen María, cuando Cristo entró en su vientre, se sintió plena de bienes y percibió un real asiento en los lugares celestiales. María, como reina, fue exaltada en su pobreza, reprochando a los que se enorgullecían de sus tronos y se exaltaban en sus riquezas. Aquí hay una indicación de que el nacimiento de Cristo es un misterio que sólo los contritos podrían aceptar. En cuanto a los ojos que miran a las posiciones y al poder, pueden regocijarse en la Natividad, pero no regocijarse por ella.
El verdaderamente pobre es el que se alegra de la pobreza real y la predica. ¿Quién ha oído alguna vez que los ricos se alegran en la pobreza? ¿O predicarla? Aquellos que dan sermones, predican y sirven diligentemente a la Natividad mientras persiguen en sus corazones la fama que los califica para el poder, la autoridad, la dignidad y la gloria mundanas, están comerciando la Natividad cual si escribieran una tesis sobre la pobreza para obtener un doctorado y una bonificación financiera.
Que estén bien en nombre de la Santísima Trinidad.
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