Cristo, Gratuito Don De Dios Para La Humanidad.
Padre Mateo el Pobre.
Traducción de Alan Eugene Aurioles Tapia.
«Fuego vine a echar en la tierra; ¿y qué quiero, si ya se ha encendido?» (Lucas 12:49)
Amados Hermanos,
Son una pequeña iglesia adornada con el Espíritu Santo, un alegre rebaño que goza de su manso Pastor, Quien es, en sí mismo, cual cordero. Quisiera traerlos la brisa de Belén de Judea donde Cristo nació. Según nuestra fe y Liturgia, es como si Su nacimiento apenas si hubiera ocurrido el día de ayer, hoy incluso o en éste mismo momento, pues la Divina Liturgia guarda un enfoque retrospectivo. En otras palabras, respira vida al pasado y lo convierte en una realidad presente para que se la viva aquí y ahora, tal como ayer, y hasta el fin de todos los tiempos. Porque cuando miramos al pequeño Niño, vemos al Dios perfecto en plena estatura en relación con la existencia, el tiempo y el ser, pues como está dicho: “Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Jn 1:3).
Ésta noche celebramos la Natividad, pero nuestra fiesta se extiende para abrazar los días todos y quizás toda la historia de la humanidad para siempre.
La celebración de la Natividad trasciende acontecimientos, apariencias, sitios y personas, acercándose al corazón de la voluntad divina, es decir, la voluntad del Padre de Quien Cristo descendió directamente. En ella hallamos el manantial de amor verdadero que brotó el día de la Natividad. El cual, desde aquel tiempo, ha sido incesantemente derramado en nuestros corazones. El nacimiento de Cristo es el culmen de la revelación de la voluntad de amor del Padre para con nosotros, quienes habíamos sido rechazados tan largamente. Éramos hijos de la cólera, esclavizados a la iniquidad y moradores de la oscuridad. Sólo ahora nos hemos convertido en hijos de luz y amor.
Hermanos, Cristo es Hijo del amor, y el amor no puede traer a la luz nada sino excepto a sí mismo. Dado que el amor del Padre Celestial está reservado para ser recibido sólo por personas espirituales y justificadas, el amor hecho carne hoy se ha convertido en nuestra porción para aceptar y abrazar. Una vez que logremos aprehender y poseer el amor en su encarnación, sin jamás soltarlo de nuestras manos, seremos uno con ese amor en su forma espiritual. Sólo entonces el amor del Padre podrá llegar a ser palpable para nosotros, porque quien ama al Hijo inevitablemente ama también al Padre.
El amor de Cristo es un bien exhibido para la venta a un precio asaz modesto en el mercado del mundo, donde abundan muchas otras clases de amor. No pocos son los que pasan por alto tal bien y no encuentran en él nada que atraiga sus sentidos. Prefieren el placer, la codicia, el amor de una pareja, de un hijo, de una hija, el amor al dinero, al honor o al poder, etc. De éste modo menosprecian el amor de Cristo y fracasan en honrar la voluntad del Padre manifestada en tal amor. Tales personas son aquellas que se describen como afrentadores del Espíritu de gracia y profanadores de la sangre merced a la cual han sido santificados, contándolos en igualdad de condición con el resto de las blasfemias de éste mundo que atraen su atención. En su compulsión por la lujuria, la posesión y la vanagloria, pisotean al Hijo de Dios (cfr. Hb 10:29).
En tanto que aquellos que han respondido al don de Dios ─no obstante su poco precio e insignificancia ante los ojos del mundo─, honran a Su Hijo y aspiran a Su amor como único fin. Pagan voluntariamente el precio, no sólo con sus bolsillos, su estima o sus cuerpos, sino, asimismo, con sus vidas. Se regocijan en medio de la pérdida y restan importancia a cada insulto a cambio del amor de Cristo, gratuito cual es, sin pedir nada a cambio. Personas así obtienen permiso de Dios para ser contadas como hijos de Dios. Porque, habiendo amado al Hijo de Dios, se hacen capaces para asemejarse a él ante los ojos de su Padre. La Escritura confirma que al Hijo se lo ha dado el poder de repartir Su herencia entre Sus amados, es decir, de dividir Su Reino, Su Gloria y el Amor de Su Padre por Él (cfr. Jn 17:26).
Hermanos, ¡mirad qué regalo nos ha concedido el Padre en éste día! No nos dio a Cristo para que hiciera algo para beneficio nuestro en éste mundo. Tampoco lo envió en Su Nombre para hacernos llegar un mensaje de consuelo o aliento en nuestro difícil viaje por éste mundo. Sin embargo, el Padre nos ha dado la persona de Cristo junto con todo lo que le pertenece a Cristo. Es decir, Su Reino, Su gloria, Su amor e incluso Su vida con Su Padre.
Entre lo que menos pertenece a Cristo está su relación con éste siglo, junto con sus príncipes y prelados. Se los considera amos sobre las personas, reinando sobre ellas con las credenciales de éste mundo. Ésto no cuenta entre los dones que nos ha dado el Padre a través de Cristo. Consiguientemente, quienquiera que reclamare tales credenciales ha de negar a Cristo.
Hermanos, ved cómo y por qué Cristo ha nacido en un pesebre para animales. No pudo siquiera encontrar un abrigo apropiado para ser envuelto y por eso recurrió a trapos viejos. ¿No es ésta una de las características más genuinas de Cristo? Si recibimos ésta bendición ésta noche, devendría nada menos que en una nueva anunciación, la anunciación del verdadero nacimiento de nuestras almas.
Es también mi deseo adelantarme y decir: miren a Cristo que fue abofeteado por un esclavo del sumo sacerdote y no pudo encontrar una sola persona que defendiera su caso. Por tanto, rogó al esclavo que dijera por qué lo había golpeado. ¿No es esa una característica muy especial de Cristo? Si actuamos semejantemente en éste día, ¿no sería ello una manifestación de la cruz que hemos adquirido?
Finalmente, gloria al Padre, Quien nos ha dado a Cristo junto con todo lo que le pertenece.
Gloria al Hijo, Quien ha compartido con nosotros su herencia.
Gloria al Espíritu Santo que ha encendido nuestros corazones con el amor de Cristo.
¡Amén!
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