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Meditaciones Sobre La Natividad: Lectura número veintidós.

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SERMON I,

SAN LEÓN MAGNO

De la Natividad del Señor.

 

Alegría en el nacimiento del Salvador. (Día de Navidad).

 

Nuestro Salvador, amadísimos, hoy ha nacido: alegrémonos. Pues no es justo dar lugar a la tristeza cuando nace la vida, que acabando con el temor de la muerte nos llenó de gozo con la eternidad prometida. Nadie se crea excluido de participar en este contento; una misma es la causa de la común alegría, porque nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, como a nadie halló libre de culpa, así vino a librar a todos del pecado. Exulte el Santo, porque se acerca al premio. Alégrese el pecador, porque se le invita al perdón. Anímese el gentil, porque es llamado a la vida. Ya que el Hijo de Dios, al llegar la plenitud de los tiempos dispuestos por los inescrutables designios del divino consejo, tomó la naturaleza humana para reconciliarla con su autor, a fin de que el diablo, inventor de la muerte, fuese vencido por la misma (naturaleza) que él había dominado. En esta lucha, emprendida por nosotros, se peleó según las mejores y maravillosas reglas de la equidad, pues el Señor todopoderoso combatió con el crudelísimo enemigo, no en su majestad, sino en nuestra humildad, oponiéndole la misma forma y la misma naturaleza, la que participa, desde luego, de nuestra mortalidad, aunque libre en todo de pecado. Lejos estuvo de este nacimiento, lo que de todos los demás leemos: nadie está limpio de mancha, ni el niño que sólo lleva un día de vida sobre la tierra (Job 14:4). Nada contrajo en este singular nacimiento de la concupiscencia carnal, en nada participó de la ley del pecado. Es elegida una Virgen de la real estirpe de David, que debiendo concebir fruto sagrado, antes concibió su divina y humana prole con el pensamiento que con el cuerpo. Y para que no se asustara por los efectos inusitados del designio divino, supo por las palabras del ángel lo que en ella iba a obrar el Espíritu Santo, y así no reputó en daño de su virginidad el llegar a ser Madre de Dios. ¿Cómo había de admirarse ante la nueva de tal concepción quien recibe promesa cierta del poder del Altísimo? Además, se confirma la fe de la que cree con la prueba de un anterior milagro, y se aduce la inesperada fecundidad de Isabel, para que no se dude de que quien hizo concebir a la estéril hará otro tanto con la virgen.

Así, pues, el Verbo de Dios, Dios, Hijo de Dios, que en el principio estaba con Dios, por quien han sido hechas todas las cosas y sin él nada se ha hecho, para librar al hombre de la muerte eterna, se hizo hombre, de tal manera bajándose a revestirse de nuestra humildad, aunque sin disminución de su majestad, que permaneciendo como era y tomando lo que no era, unió la verdadera forma de siervo a aquella otra forma por la que es igual a Dios Padre; y con tan estrecha alianza cosió una y otra naturaleza, que ni la inferior la absorbió la glorificación ni a la superior la disminuyó la asunción. Quedando a salvo la propiedad de cada sustancia y aglutinándose en una sola persona, es tomada por la majestad la humildad: por la fortaleza, la debilidad; por la eternidad, la mortalidad, y para pagar la deuda de nuestra condición, una naturaleza inviolable (inatacable, inasequible al daño) es unida a una naturaleza pasible, y un Dios verdadero y hombre verdadero se plasman en un solo Señor (en Jesucristo); para que, conforme convenía a nuestro remedio, uno e idéntico mediador entre Dios y los hombres pudiese morir por un lado y resucitar por otro. Con razón, pues, no ocasionó corrupción alguna a la integridad virginal el parto de salvación, porque fue guarda del pudor el nacimiento de la verdad. Tal nacimiento, carísimos, era el que convenía a la fortaleza de Dios y a la sabiduría de Dios, que es Cristo, por el cual se hiciese semejante a nosotros por la humanidad y nos aventajase por la divinidad. De no haber sido Dios no nos hubiera proporcionado remedio: de no haber sido hombre no nos hubiera dado ejemplo. Por eso es anunciado por los ángeles, que cantan de gozo: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2:14). Puesto que ven a la celestial Jerusalén, que es fabricada con gentes de todo el mundo. De obra tan inefable de la divina misericordia, ¿cuánto no debe gozarse la pequeñez de los hombres, cuando tanto se alegra la sublimidad de los ángeles?

Por tanto, amadísimos hermanos, demos gracias a Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo, el cual, por la excesiva misericordia con que nos amó, se compadeció de nosotros; y estando muertos por los pecados nos resucitó a la vida de Cristo (Ef 2:5), para que tuviéramos en él una nueva vida y un nuevo ser. Así que dejemos el hombre viejo con sus acciones, y hechos participantes del nacimiento de Cristo, renunciemos a las obras de la carne. Reconoce, oh cristiano, tu dignidad, pues participas de la divina naturaleza, y no quieras volver a la antigua vileza con una vida depravada. Recuerda de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. Ten presente que habiendo sido arrancado del poder de las tinieblas han sido transportado al reino y claror de Dios. Por el sacramento del Bautismo fuiste hecho templo del Espíritu Santo; no ahuyentes a tan escogido huésped con acciones pecaminosas sometiéndote otra vez a la esclavitud del demonio, porque has costado la sangre de Cristo, quien te juzgará conforme a la verdad, quien te redimió según su misericordia, el que con el Padre y el Espíritu Santo reina por los siglos de los siglos. Amén.

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