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Meditaciones Sobre La Natividad: Lectura número veintiséis.

Foto del escritor: monasteriodelasant6monasteriodelasant6

Actualizado: 11 dic 2024

SERMON II,

SAN LEÓN MAGNO

De la Natividad del Señor.

 

Exultemos, dilectísimos, y alegrémonos en el Señor con espiritual contento, porque ha brillado para nosotros el día de la nueva redención tan de antiguo preparado, y de eterna felicidad. Viene a nuestra consideración, al correr de cada año, el misterio de nuestra salud, prometido desde el principio del mundo, al fin realizada, y que indefinidamente habrá de durar. Y en esta ocasión justo es que adoremos tan divino misterio con los corazones levantados al cielo, celebrándolo en la Iglesia con transportes de júbilo. Dios omnipotente y misericordioso, cuya naturaleza es la bondad, cuya voluntad es poderosa, cuyo obrar es haciendo bien, tan pronto como nos ocasionó la muerte la maldad del diablo con el veneno de su envidia, señaló de antemano ya en los comienzos del mundo los remedios que su piedad tenía preparados para restaurar a los mortales, anunciando a la serpiente que el fruto que nacería de una mujer quebrantaría con su poder la soberbia del dañino áspid y prediciendo que vendría Cristo en carne mortal, Dios y hombre a la vez para que al nacer de una virgen condenase con su nacimiento sin mancilla al corruptor de la descendencia humana. Porque se jactaba el diablo de que el hombre, engañado con su astucia, carecía de los divinos regalos; y privado del don de la inmortalidad tenía que soportar la dura sentencia de la muerte, mientras él hallaba cierto consuelo para sus males en que siguiera su suerte el hombre prevaricador, y que además Dios, por razón de la justa severidad, daba a entender como si hubiera cambiado su primera economía para con el que en tal alto honor había criado; de aquí que fuera necesario, amadísimos hermanos, según el acuerdo insondable de Dios, el cual es inmutable y cuya voluntad tiende a la clemencia, que se cumpliera, aunque por medios misteriosos, la principal disposición de su piedad, y el hombre caído en la culpa por los engaños de la diabólica iniquidad, no pereciera contra la determinación de Dios.

Llegado ya el tiempo amadísimos, que fue señalado para la redención de los hombres, entra en este mundo miserable Jesucristo, Hijo de Dios, baja de su silla celeste, sin perder la gloria que de su Padre recibe, siendo engendrado de un modo nuevo y con nuevo nacimiento. De un modo nuevo, porque invisible en su esencia ha resultado visible para nosotros. Siendo incomprensible quiso ser abarcado por nuestra inteligencia, existiendo antes de los tiempos comienza a vivir en el tiempo, Señor del universo se reviste con la apariencia de esclavo, ocultando la dignidad de su majestad. Dios impasible no se desdeña en convertirse en hombre sujeto a dolores, y sometido a las leyes de la muerte, a pesar de que era inmortal. Fue asimismo engendrado con nuevo nacimiento, porque fue concebido por una virgen, nació de una virgen sin concurso de varón y sin injuria de la entereza de la madre, porque al nacer el futuro Salvador de los hombres era conveniente que juntase en sí la naturaleza humana y a la vez se viera libre de las torpezas de nuestra carne. Dios es el autor del que nace como Dios de nuestra propia carne, según el testimonio del Arcángel a la bienaventurada Virgen María: Porque el Espíritu Santo sobrevendra sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por lo mismo lo santo que nazca de ti será llamado Hijo de Dios (Lc 1:35). Diferente en el origen, pero semejante en la naturaleza, está fuera de todo uso y costumbre humana, consiguiendo únicamente el poder divino que una virgen conciba, que dé a luz y que permanezca virgen. No cabe pensar aquí en la condición de la madre, sino en la voluntad del que nace, que nace hombre según quería y podía. Si lo que quieres saber es la verdad de su naturaleza, tendrás que confesar la materia humana, mas si inquieres sobre la razón de su origen, declararás el poder de Dios. Vino nuestro Señor Jesucristo a librarnos de nuestras dolencias, no a cargar con ellas, no a rendirse a los vicios, sino a remediarlos. Vino a curar toda la miseria de nuestra corrupción y todas las llagas de nuestras almas emponzoñadas, y por eso convenía que naciera de manera nueva quien traía la gracia nueva de la santidad inmaculada a los seres humanos. Convino, en primer lugar que la virtud del hijo velase por la virginidad de la madre y tan grato claustro de pudor y morada de santidad fuera guardado por la gracia del Espíritu Santo, que había determinado levantar lo caído, dar solidez a lo quebrado y conceder fuerzas superiores a la pureza para vencer los halagos de la carne, para que la virginidad, imposible de quedar intacta en unos al engendrar, fuera motivo de imitación en otros, al renacer a una vida superior.

Ya esto mismo, amadísimos, de que Cristo eligiera el nacer de una virgen, ¿no parece fue por altísimas razones? A saber: para que el diablo ignorara que había nacido la salvación al género humano y desconociendo la espiritual concepción, no viendo en él cosa distinta de los demás, no sospechase que hubiese nacido de modo diferente que los otros hombres. Advierte que su naturaleza es igual que la de todos y piensa que también será igual la causa, de su origen, y así no llegó a comprender que estuviera libre de los lazos de la culpa al que veía no ser ajeno a la flaqueza de la mortalidad. Honradez de la misericordia divina, que teniendo a su disposición medios incontables para redimir al género humano, eligió entre todos el procedimiento de destruir la obra del diablo por medio de la justicia sin echar mano de los recursos de su poder. Pues la soberbia del antiguo enemigo no sin razón reclamaba derechos absolutos sobre todos los hombres y no los oprimía con tiranía indebida, puesto que ellos mismos, apartándose de los mandamientos divinos, se dejaron subyugar por los engaños del demonio. Así no habría de perder con justicia su tradicional esclavitud el género humano si antes no era vencido el que le tenía domeñado. Para conseguir esto Cristo fue concebido de una virgen sin intervención humana, siendo fecundada no por contacto de varón sino por el Espíritu Santo. Ninguna madre concibe sin la mancha del pecado, que después pasa a su descendencia. Pero donde no hubo intervención paterna en la concepción tampoco se mezcló el pecado en ella. La intacta virginidad no supo de concupiscencia, pero suministró la sustancia. Fue tomada de la madre del Señor la naturaleza, no la culpa. Fue creada la forma de siervo, pero sin condición servil, pues el hombre nuevo de tal manera se unió al viejo, que aun recibiendo su verdadera carne, excluyó empero los defectos de su imperfección.

Disponiendo la omnipotencia misericordiosa del Salvador de tal modo los comienzos de su vida humana, que cubrió la virtud de la divinidad inseparable de su humanidad con el velo de nuestra debilidad, burló la astucia del maligno enemigo, que juzgó estaría manchado de culpa, como en los demás casos ocurre el nacimiento de aquel niño, engendrado para la salvación del género humano, Le vio dando vagidos y llorando, envuelto en pañales, sometido a la circuncisión y cumpliendo la oblación del sacrificio legal. Conoció después los crecimientos propios de la niñez y hasta la edad viril no dejó su natural desarrollo. Entre tanto el demonio le infligia afrentas, multiplicaba las injurias, echaba mano de las maldiciones, oprobios, blasfemias, burlas, desatando, por último, contra él todo su furor y ensayando toda clase de tentaciones y pruebas. Como sabía muy bien con qué clase de veneno estaba infestada la naturaleza humana, de ningún modo creyóle libre de la primera transgresión a quien con tantos testimonios conoció era mortal. Persistió el malvado pirata y avaro cobrador en perseguir a quien nada suyo tenía y mientras busca el general presagio del pecado de origen, traspasada la prueba escrita en que se apoya, exigiendo la pena del pecado de aquel que jamás tuvo culpa. Queda así rota la perversa escritura del pacto de muerte, y por su injusticia en pedir más de lo debido se declara cancelada toda la deuda. El diablo, como fuerte se resuelve en sus cadenas y toda la trama del maligno recae sobre su cabeza. Prisionero ya el príncipe de este mundo, se recogen los despojos de su cautividad. Vuelve a su primer honor de naturaleza ya purificada de viejos contagios, la muerte se destruye con otra muerte y un nacimiento es rehabilitado con otro nacimiento, porque a la vez la redención libró de la servidumbre y la regeneración cambió los primeros comienzos y la fe justifica al pecador.

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