conmemorado el 21 de abril.
En el quinto domingo de la Gran Cuaresma la Santa Iglesia de Cristo conmemora a la Venerable María de Egipto, exhortándonos, así, al camino del continuo arrepentimiento.
San Zósimas (conmemorado el día 4 de abril) era monje en cierto monasterio palestino en las afueras de Cesarea. Habiendo vivido allí desde su niñez, se dedicó al ejercicio ascético hasta los cincuenta y tres años. Luego lo inquietó el pensamiento de que había alcanzado la perfección y no necesitaba que nadie lo instruyera. “¿Hay algún monje en algún lugar que pueda mostrarme alguna forma de ascetismo que no haya adquirido? ¿Hay alguien que me haya superado en sobriedad espiritual y en obras?
De repente, un ángel del Señor se apareció ante él y dijo: “Zósimas, has contendido valientemente, hasta donde está en poder del hombre. Sin embargo, no hay justo, ni aun uno (Rm 3:10). Para que sepas cuántos otros caminos conducen a la salvación, deja tu tierra natal, como Abraham de la casa de su padre (Gn 12:1), y ve al monasterio junto al Jordán”.
Abba Zósimas abandonó inmediatamente el monasterio y, siguiendo al ángel, fue al monasterio del Jordán y se instaló en él.
Aquí conoció a Ancianos que eran expertos en la contemplación, y también en sus luchas. Nunca nadie pronunció una palabra ociosa. En cambio, cantaban constantemente y oraban toda la noche. Abba Zósimas comenzó a imitar la labor espiritual de los santos monjes.
Así transcurrió mucho tiempo, y se acercaba el santo Ayuno de los Cuarenta Días. Había cierta costumbre en el monasterio, razón por la cual Dios había conducido a san Zósimas allí. En el Primer Domingo de la Gran Cuaresma el Higúmeno celebró la Divina Liturgia, todos recibieron los Purísimos Cuerpo y Sangre de Cristo. Luego, fueron al comedor a tomar sus alimentos y luego se reunieron una vez más en la iglesia.
Los monjes oraron y se postraron, pidiendo perdón unos a otros. Luego se postraron ante el Higúmeno y pidieron su bendición para la lucha que les esperaba. Durante el Salmo “El Señor es mi Luz y mi Salvador, ¿a quién temeré? El Señor es defensor de mi vida, ¿de quién tendré miedo?” (Sal 26/27:1), abrieron la puerta del monasterio y se adentraron en el desierto.
Cada uno tomó consigo todo el alimento necesario y partió al desierto. Cuando se les acabó la comida, comieron raíces y plantas del desierto. Los monjes cruzaron el Jordán y se dispersaron en varias direcciones, para que nadie pudiera ver cómo otro ayunaba o cómo pasaban su tiempo. Los monjes regresaron al monasterio el Domingo de Ramos, portando cada uno su consciencia como testigo de su propio esfuerzo ascético. Era una regla del monasterio que nadie preguntara cómo el otro se había esforzado en el desierto.
Abba Zósimas, según la costumbre del monasterio, se adentró en el desierto con la esperanza de encontrar allí a alguien que pudiera beneficiarlo.
Caminó por el desierto durante veinte días y luego, cuando cantó los Salmos de la Hora Sexta e hizo las oraciones habituales, a la derecha de la colina donde se encontraba, vio de pronto una forma humana. Tenía miedo, pensando que podría ser una aparición demoníaca. Luego se protegió con la Señal de la Cruz, la cual desvaneció su temor. Giró a la derecha y vio una forma que caminaba hacia el sur. El cuerpo estaba oscurecido por la abrasadora luz del sol, y el cabello corto y descolorido era blanco como el vellón de una oveja. Abba Zósimas se regocijó, pues no había visto ningún ser viviente en largos días.
El habitante del desierto advirtió que Zósimas se aproximaba e intentó huir de él. Abba Zósimas, olvidando su edad y fatiga, aceleró el paso. Cuando estuvo lo suficientemente cerca para ser escuchado, gritó: “¿Por qué huyes de mí, un viejo pecador? Aguarda, por el amor de Dios”.
El extraño respondió: “Perdóname, Abba Zósimas, pero no puedo volverme y mostrarte mi rostro. Soy una mujer, y como ves, estoy desnuda. Si concedes el pedido de una mujer pecadora, arrójame tu manto para que pueda cubrir mi cuerpo, y entonces pueda pedir tu bendición”.
Entonces Abba Zósimas se aterrorizó al darse cuenta de que no podría haberlo llamado por su nombre a menos que poseyera una visión espiritual.
Cubierta por el manto, la asceta se volvió hacia Zósimas: “¿Por qué quieres hablar conmigo, mujer pecadora que soy? ¿Qué querías aprender de mí, tú que no has temido tan grandes trabajos?
Abba Zósimas cayó al suelo y le pidió su bendición. Ella también se inclinó ante él, y por largo tiempo permanecieron en el suelo cada uno pidiendo al otro ser bendecido. Finalmente, la mujer asceta dijo: “Abba Zósimas, debes bendecir y orar, ya que eres honrado con la gracia del sacerdocio. Durante muchos años te has parado ante el altar santo, ofreciendo los Santos Dones al Señor”.
Éstas palabras asustaron aún más a san Zósimas. Con lágrimas clamó: “¡Oh Madre! Está claro que vives con Dios y estás muerta para éste mundo. Me has llamado por mi nombre y me has reconocido como sacerdote, aunque nunca antes me habías visto. La gracia que te ha sido concedida es manifiesta, por lo tanto, bendíceme, por el amor del Señor”.
Cediendo finalmente a sus súplicas, ella dijo: “Bendito sea Dios, que se preocupa por la salvación de los hombres”. Abba Zósimas respondió: “Amén”. Luego se pusieron de pie. La mujer asceta dijo de nuevo al Anciano: “¿Por qué has venido a mí, Padre, que soy una pecadora, privada de toda virtud? Aparentemente, la gracia del Espíritu Santo te ha llevado a hacerme un servicio. Pero dime primero, Abba, ¿cómo viven los cristianos?, ¿cómo se guía la Iglesia?
Abba Zósimas le respondió: “Por tus santas oraciones, Dios ha concedido a la Iglesia y a todos nosotros una paz duradera. Pero cumple mi indigna petición, Madre, y ruega por el mundo entero y por mí, pecador, para que mis andanzas por el desierto no sean vanas”.
La santa asceta respondió: “Tú, Abba Zósimas, como sacerdote, debes orar por mí y por todos, porque estás llamado a hacer ésto. Sin embargo, como debemos ser obedientes, haré lo que me pidas.
La santa se volvió hacia el Este, y levantando los ojos al cielo y extendiendo las manos, comenzó a orar en un susurro. Ella oró tan suavemente que Abba Zósimas no pudo escuchar sus palabras. Después de mucho tiempo, el Anciano miró hacia arriba y la vio parada en el aire a más de un pie sobre el suelo. Al ver esto, Zósimas se arrojó al suelo llorando y repitiendo: “¡Señor, ten piedad!”.
Entonces fue tentado por un pensamiento. Se preguntó si ella no sería un espíritu y si su oración no sería sincera. En ese momento ella se dio la vuelta, lo levantó del suelo y le dijo: “¿Por qué te confunden tus pensamientos, Abba Zósimas? No soy una aparición. Soy una mujer pecadora e indigna, aunque estoy custodiada por el Santo Bautismo”.
Luego hizo la Señal de la Cruz y dijo: “Que Dios nos proteja del Maligno y sus maquinaciones, porque feroz es su lucha contra nosotros”. Al ver y oír ésto, el Anciano cayó a sus pies con lágrimas diciendo: “Te ruego por Cristo nuestro Dios, no me ocultes quién eres y cómo llegaste a éste desierto. Cuéntamelo todo, para que se revelen las maravillas de Dios”.
Ella respondió: “Me aflige, Padre, hablarle de mi vida desvergonzada. Cuando escuches mi historia, podrías huir de mí, como de una serpiente venenosa. Pero te diré todo, Padre, sin ocultar nada. Sin embargo, te exhorto, no dejes de orar por mí, pecadora, para que pueda encontrar misericordia en el Día del Juicio.
“Nací en Egipto y cuando tenía doce años, abandoné a mis padres y partí hacia Alejandría. Allí perdí mi castidad y me entregué a la sensualidad irrefrenada y voraz. Por más de diecisiete años viví así y lo hice con gratuidad. No crea que rechacé el dinero porque fuera adinerada. Viví en la pobreza y trabajé hilando lino. Para mí, la vida consistía en la satisfacción de mi carnal lujuria.
“Un verano vi una multitud de personas de Libia y Egipto dirigiéndose hacia el mar. Iban camino a Jerusalén para la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Yo también quería navegar con ellos. Como no tenía alimento ni dinero, ofrecí mi cuerpo en pago de mi pasaje. Y así me embarqué en el navío.
“Ahora, Padre, créame, me asombra que el mar tolerara mi desenfreno y fornicación, que la tierra no abriera su boca y me llevara viva al infierno, pues había entrampado incontables almas. Creo que Dios estaba buscando mi arrepentimiento. No deseaba la muerte de pecadora tal, sino que deseaba mi conversión.
“Así que arribé a Jerusalén y pasé todos los días antes de la Fiesta viviendo el mismo tipo de vida, y tal vez incluso peor.
“Cuando llegó la santa fiesta de la Exaltación de la Venerable Cruz del Señor, anduve como antes buscando jóvenes. Al amanecer vi que todos se dirigían a la iglesia, así que fui con los demás. Cuando se acercaba la hora de la Santa Elevación, yo estaba tratando de entrar en la iglesia con toda la gente. Con gran esfuerzo llegué casi a las puertas e intenté colarme al interior. Aunque me acerqué al umbral, fue como si una fuerza me detuviera, impidiéndome entrar. La multitud me hizo a un lado y me encontré sola en el portal. Creí que tal vez ésto sucedió debido a mi debilidad femenina. Me abrí paso entre la multitud y de nuevo intenté apartar a la gente a codazos. Por más que lo intenté, no pude entrar. Justo cuando mis pies tocaron el umbral de la iglesia, fui detenida. Otros entraron a la iglesia sin dificultad, mientras que solamente a mí no me permitieron entrar. Ésto sucedió tres o cuatro veces. Finalmente, mis fuerzas se agotaron. Salí y permanecí en un rincón del portal de la iglesia.
“Entonces descubrí que eran mis pecados los que me impedían ver el Madero Creador de Vida. Entonces la gracia del Señor tocó mi corazón. Lloré y me lamenté, y comencé a golpearme el pecho. Suspirando desde lo más profundo de mi corazón, vi sobre mí un icono de la Santísima Madre de Dios. Dirigiéndome a Ella, oré: ‘¡Oh Señora Virgen, que diste a luz en la carne a Dios Verbo! Sé que soy indigna de mirar tu icono. Con razón inspiro odio y repugnancia ante vuestra pureza, pero sé también que Dios se hizo Hombre para llamar a los pecadores al arrepentimiento. Ayúdame, oh Purísima. Déjame entrar en la iglesia. Permitidme contemplar el Madero sobre el cual el Señor fue crucificado en la carne, derramando Su Sangre por la redención de los pecadores, y también por mí. Sé mi testigo ante Tu Hijo de que nunca más profanaré mi cuerpo con la impureza de la fornicación. Tan pronto como haya visto la Cruz de tu Hijo, renunciaré al mundo e iré a donde tú me lleves’.
“Después de haber hablado, sentí confianza en la compasión de la Madre de Dios y partí del sitio donde había estado orando. Me uní a los que entraban en la iglesia y nadie me empujó ni me impidió entrar. Seguí adelante con temor y temblor, y entré en el Lugar Santo.
“Así vi también los Misterios de Dios, y cómo Dios acepta al penitente. Caí al suelo sagrado y lo besé. Luego me apresuré de nuevo a ponerme de pie ante el icono de la Madre de Dios, donde había hecho mi voto. Doblando mis rodillas ante la Santísima Virgen Madre de Dios, oré:
“‘Oh Señora, no has rechazado mi oración como indigna. Gloria a Dios, que acepta el arrepentimiento de los pecadores. Es hora de que cumpla mi voto, del cual fuiste testigo. Por eso, oh Señora, guíame por el camino del arrepentimiento’.
“Entonces escuché una voz desde lo alto: ‘Si cruzas el Jordán, hallarás glorioso descanso’.
“Inmediatamente creí que esta voz era para mí, y clamé a la Madre de Dios: ‘¡Señora, no me desampares!’.
“Entonces abandoné el portal de la iglesia y comencé mi viaje. Cierto hombre me dio tres monedas cuando salía de la iglesia. Con ellos compré tres hogazas de pan y pregunté al mercader de pan el camino hacia el Jordán.
“Eran las nueve cuando vi la Cruz. Al atardecer arribé a la iglesia de San Juan Bautista a orillas del Jordán. Después de orar en la iglesia, bajé al Jordán y lavé mi rostro y manos en sus aguas. Luego, en éste mismo templo del Santo, Honorable, Glorioso Profeta y Precursor Juan, Bautista del Señor, recibí los Misterios Vivificantes de Cristo. Luego comí la mitad de una de mis hogazas de pan, bebí agua del sagrado Jordán y esa noche dormí sobre la arena. Por la mañana encontré un pequeño bote y crucé el río hasta la orilla opuesta. Nuevamente oré para que la Madre de Dios me condujera hacia donde Ella deseaba. Entonces me encontré en éste desierto”.
Abba Zósimas preguntó: “¿Cuántos años han pasado desde que empezaste a vivir en el desierto?”.
“Creo”, respondió ella, “que hace cuarenta y siete años que vine de la Ciudad Santa”.
Abba Zósimas volvió a preguntar: “¿Qué alimento encuentras aquí, madre?”.
Y ella dijo: “Tenía conmigo dos panes y medio cuando pasé el Jordán. Pronto se secaron y endurecieron. Comiendo poco a poco, los consumí después de unos años”.
Nuevamente Abba Zósimas preguntó: “¿Es posible que hayas sobrevivido durante tantos años sin enfermedad y sin sufrir de ninguna manera por un cambio tan drástico?”.
“Créame, Abba Zósimas”, dijo la mujer, “pasé diecisiete años en éste desierto (tras haber pasado diecisiete años en la inmoralidad), combatiendo contra bestias salvajes: irrazonables deseos y pasiones. Cuando comenzaba a comer pan, pensaba en la carne y el pescado que tenía en abundancia en Egipto. También eché de menos el vino que tanto amaba cuando estaba en medio del mundo, mientras aquí no tenía ni agua. Padecí sed y hambre. También tenía un loco deseo por las canciones lascivas. Me parecía escucharlas, perturbando mi corazón y mi oído. Llorando y golpeándome en el pecho, recordé el voto que había hecho. Por fin vi una Luz radiante brillando sobre mí desde todas partes. Después de una tempestad violenta, sobrevino una calma duradera.
“Abba, ¿cómo le contaré los pensamientos que me empujaron a la fornicación? Un fuego parecía arder dentro de mí, despertando en mí el deseo de los abrazos. Entonces me lanzaría al suelo y lo regaría con mis lágrimas. Me pareció ver a la Santísima Virgen delante de mí y me pareció amenazarme por no cumplir mi voto. Me acosté boca abajo día y noche en el suelo, y no me levanté hasta que esa bendita Luz me rodeó, disipando los malos pensamientos que me inquietaban.
“Así viví en éste desierto durante los primeros diecisiete años. Tiniebla tras tiniebla, miseria tras miseria me rodearon, pecadora que soy. Pero desde entonces hasta ahora la Madre de Dios me ayuda en todo”.
Abba Zósimas volvió a preguntar: “¿Cómo es que no necesitas ni alimento ni vestido?”.
Ella respondió: “Después de terminar mi pan, viví de hierbas y de las cosas que se hallan en el desierto. Las prendas que tenía cuando crucé el Jordán se rasgaron y se deshicieron. Sufría tanto por el calor del verano, cuando el calor abrasador caía sobre mí, como por el frío del invierno, cuando me estremecía por la helada. Muchas veces caí sobre tierra, como muerta. Combatí con varias aflicciones y tentaciones. Pero desde entonces hasta el día de hoy, el poder de Dios ha guardado mi pecadora alma y mi humilde cuerpo. Fui alimentada y vestida por la palabra todopoderosa de Dios, ya que el hombre no vive solo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Dt 8:3, Mt 4:4, Lc 4:4), y los que se han despojado del viejo hombre (Col 3:9) no tienen refugio, escondiéndose en las hendiduras de las rocas (Job 24:8, Heb 11:38). Cuando recuerdo de qué mal y de qué pecados me ha librado el Señor, tengo alimento imperecedero para la salvación”.
Cuando Abba Zósimas escuchó que la santa asceta citaba la Sagrada Escritura de memoria, que citaba los Libros de Moisés, de Job, y de los Salmos de David, le preguntó a la mujer: “Madre, ¿has leído los Salmos y otros libros?”.
Ella sonrió al escuchar ésta pregunta y respondió: “Créame, no he visto ningún rostro humano excepto el suyo desde el momento en que crucé el Jordán. Nunca aprendí de los libros. Nunca he oído a nadie leer o cantar de ellos. Quizás la Palabra de Dios, que está viva y obrando, enseña al hombre el conocimiento por sí misma (Col 3:16; 1 Tes 2:13). Éste es el final de mi historia. Como solicité al principio, le suplico por el Encarnado Verbo de Dios, santo Abba, ruegue por mí, pecadora.
“Además, le ruego, por Jesucristo nuestro Señor y Salvador, que no diga a nadie lo que ha oído de mí, hasta que Dios me quite de ésta tierra. El próximo año, durante la Gran Cuaresma, no cruces el Jordán, como es costumbre en tu monasterio”.
Nuevamente Abba Zósimas se asombró de que la santa mujer asceta conociera la práctica de su monasterio, aunque él no había mencionado nada al respecto.
“Quédese en el monasterio”, continuó la mujer. “Incluso si intenta abandonar el monasterio, no podrá hacerlo. El Gran y Santo Jueves, el día de la Última Cena del Señor, coloque el Cuerpo y la Sangre Creadora de Vida de Cristo nuestro Dios, en un vaso sagrado y tráigamelo. Aguarde de éste lado del Jordán, al borde del desierto, para que pueda recibir los Santos Misterios. Y diga a Abba Juan, el Higúmeno de su comunidad: “Ten cuidado de ti mismo y de la enseñanza” (1 Tim 4:16), porque hay mucho que necesita corrección. No le diga ésto ahora, sino cuando el Señor lo indique”.
Pidiendo sus oraciones, la mujer se volvió y desapareció en las profundidades del desierto.
Durante todo un año, el Anciano Zósimas permaneció en silencio, sin atreverse a revelar a nadie lo que había visto, y oró para que el Señor le concediera ver a la santa asceta una vez más.
Cuando arribó de nuevo la primera semana de la Santa Gran Cuaresma, san Zósimas se vio obligado a permanecer en el monasterio a causa de una enfermedad. Entonces recordó las palabras proféticas de la mujer de que no podría salir del monasterio. Pasados varios días, san Zósimas fue curado de su enfermedad, pero permaneció en el monasterio hasta la Semana Santa.
El Jueves Santo, Abba Zósimas hizo lo que se le había ordenado hacer. Colocó un poco del Cuerpo y la Sangre de Cristo en un cáliz y algo de comida en una canasta pequeña. Luego salió del monasterio y fue al Jordán y esperó a la asceta. La Santa parecía retrasada, y Abba Zósimas oró para que Dios lo permitiera ver a la santa mujer.
Finalmente, la vio de pie al otro lado del río. Regocijándose, san Zósimas se puso de pie y glorificó a Dios. Luego se preguntó cómo podía cruzar el Jordán sin un bote. Hizo la Señal de la Cruz sobre el agua, luego caminó sobre el agua y cruzó el Jordán. Abba Zósimas la vio a la luz de la luna, caminando hacia él. Cuando el Anciano quiso postrarse ante ella, ella se lo prohibió, gritando: “¿Qué estás haciendo, Abba? Eres sacerdote y llevas los Santos Misterios de Dios”.
Al llegar a la orilla, dijo a Abba Zósimas: “Bendígame, Padre”. Él le respondió temblando, asombrado de lo que había visto. “Verdaderamente Dios no mintió cuando prometió que los que se purifican serán como él. Gloria a Ti, oh Cristo Dios nuestro, por mostrarme a través de tu santa sierva, cuán lejos estoy de la perfección”.
La mujer le pidió que recitara tanto el Credo como el “Padre Nuestro”. Cuando terminaron las oraciones, participó de los Santos Misterios de Cristo. Entonces ella levantó sus manos al cielo y dijo: “Señor, ahora permite que tu sierva se vaya en paz, porque mis ojos han visto tu salvación”.
La santa se volvió hacia el anciano y le dijo: “Por favor, Abba, cumple otra petición. Ve ahora a tu monasterio, y dentro de un año acude al lugar donde hablamos por primera vez”.
Él dijo: “¡Si tan solo fuera posible para mí seguirte y ver siempre tu santo rostro!”.
Ella respondió: “Por el amor del Señor, oren por mí y recuerden mi miseria”.
Nuevamente hizo la Señal de la Cruz sobre el Jordán, y caminó sobre el agua como antes, y desapareció en el desierto. Zósimas volvió al monasterio con gozo y terror, reprochándose a sí mismo por no haber preguntado el nombre de la santa. Esperaba hacerlo al año siguiente.
Pasó un año y Abba Zósimas marchó al desierto. Llegó al lugar donde vio por primera vez a la santa mujer asceta. Yacía muerta, con los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro vuelto hacia el este. Abba Zósimas lavó sus pies con sus lágrimas y los besó, sin atreverse a tocar nada más. Durante mucho tiempo lloró por ella y cantó los salmos acostumbrados y dijo las oraciones fúnebres. Empezó a preguntarse si la santa querría que la enterrara o no. Apenas había pensado ésto, cuando vio algo escrito en el suelo cerca de su cabeza: “Abba Zósimas, sepulta en éste sitio el cuerpo de la humilde María. Devuelve al polvo lo que es polvo. Ruega al Señor por mí. Descansé el primer día de abril, la misma noche de la Pasión salvadora de Cristo, después de participar de la Cena Mística”.
Al leer ésta nota, Abba Zósimas se alegró de saber su nombre. Entonces se dio cuenta de que Santa María, tras recibir los Santos Misterios de su mano, fue transportada instantáneamente al lugar donde murió, aunque él había tardado veinte días en recorrer esa distancia.
Glorificando a Dios, Abba Zósimas se dijo a sí mismo: “Es hora de hacer lo que ella pide. Pero, ¿cómo puedo cavar una tumba, sin nada en mis manos? Entonces vio un pequeño trozo de madera dejado por algún viajero. Lo recogió y comenzó a cavar. El suelo era duro y seco, y no podía cavarlo. Mirando hacia arriba, Abba Zósimas vio un enorme león de pie junto al cuerpo de la santa y lamiendo sus pies. El miedo se apoderó del Anciano, pero se protegió con la Señal de la Cruz, creyendo que permanecería ileso a través de las oraciones de la santa mujer asceta. Entonces el león se acercó al Anciano, mostrando su simpatía con cada movimiento. Abba Zósimas ordenó al león que cavara la tumba para enterrar el cuerpo de Santa María. Ante sus palabras, el león cavó un hoyo lo suficientemente profundo como para enterrar el cuerpo. Luego cada uno se fue por su lado. El león se fue al desierto, y Abba Zósimas volvió al monasterio, bendiciendo y alabando a Cristo nuestro Dios.
Al llegar al monasterio, Abba Zósimas relató a los monjes y al Higúmeno lo que había visto y oído de Santa María. Todos quedaron atónitos al oír hablar de los milagros de Dios. Siempre recordaron a Santa María con fe y amor en el día de su reposo.
Abba Juan, el Higúmeno del monasterio, escuchó las palabras de Santa María y con la ayuda de Dios corrigió las cosas que estaban mal en el monasterio. Abba Zósimas vivió una vida agradable a Dios en el monasterio, llegando a casi cien años de edad. Allí terminó su vida temporal y pasó a la vida eterna.
Los monjes transmitieron la vida de Santa María de Egipto de boca en boca sin escribirla.
"Yo, sin embargo”, dice san Sofronio de Jerusalén (11 de marzo), “escribí la Vida de Santa María de Egipto tal como la oí de los Santos Padres. He registrado todo, poniendo la verdad por encima de todo”.
“Que Dios, que obra grandes milagros y concede dones a todos los que se vuelven a Él con fe, recompense a los que escuchan o leen éste relato, y a quienes lo copian. Que los conceda una porción bendita junto con Santa María de Egipto y con todos los santos que han agradado a Dios con sus piadosos pensamientos y obras. Demos gloria a Dios, Rey Eterno, para que hallemos misericordia en el Día del Juicio por medio de nuestro Señor Jesucristo, a quien se debe toda gloria, honor, majestad y adoración juntamente con el Padre Primogénito, y el Santísimo y Espíritu vivificador, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.”
REFERENCIAS
Orthodox Church in America. (2023). 5th Sunday of Great Lent: St Mary of Egypt. New York, Estados Unidos: OCA.
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