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SANTA PORTADORA DE MIRRA MARÍA MAGDALENA, IGUAL A LOS APÓSTOLES

conmemorada el 22 de julio.


A orillas del lago Genesaret (Galilea), entre las ciudades de Cafarnaúm y Tiberíades, estaba la pequeña ciudad de Magdala, cuyos vestigios han sobrevivido hasta nuestros días. Ahora solo el pequeño pueblo de Mejhdel se encuentra en tal sitio.

Una mujer cuyo nombre quedó inscrito para siempre en el relato Evangélico nació y creció en Magdala: María. El Evangelio no nos dice nada de los años de juventud de María, pero la Tradición nos deja saber que María de Magdala era joven y hermosa, y llevó una vida pecaminosa. Dice en los Evangelios que el Señor expulsó siete demonios de María (Lc 8:2). Desde el día de su curación, María llevó una vida nueva y se convirtió en una verdadera discípula del Salvador.

El Evangelio relata que María siguió al Señor, cuando éste iba con los Apóstoles por las ciudades y aldeas de Judea y Galilea predicando el Reino de Dios. Junto con las piadosas mujeres Juana, esposa de Choza (mayordomo de Herodes), Susana y otras, lo sirvió de sus propios bienes (Lc 8:1-3) y sin duda compartió con los Apóstoles las tareas evangélicas en común con las demás mujeres. El Evangelista Lucas, evidentemente, la tiene presente junto con las demás mujeres, afirmando que, en el momento de la Procesión de Cristo al Gólgota, cuando tras la Flagelación tomó sobre sí la pesada Cruz, derrumbándose bajo su peso, las mujeres lo seguían llorando y gimiendo, pero él las consolaba. El Evangelio relata que María Magdalena estaba presente en el Gólgota en el momento de la Crucifixión del Señor. Mientras los discípulos del Salvador huían, ella permaneció sin miedo ante la Cruz junto con la Santísima Madre de Dios y el Apóstol Juan.

Los Evangelistas enumeran también entre las mujeres que permanecieron ante la Cruz a la madre del Apóstol Santiago, a Salomé y a otras mujeres seguidoras del Señor de Galilea, pero todos hacen mención primeramente de María Magdalena. San Juan, además de la Madre de Dios, sólo la nombra a ella y a María Cleofás. Ésto indica cuánto se destacaba entre todas las mujeres que se reunían en torno del Señor.

Permaneció fiel al Señor no sólo en los días de Su Gloria, sino también en el momento de Su extrema humillación y denuesto. Como relata el Evangelista Mateo, estuvo presente en el entierro del Señor. Ante sus ojos José y Νikόdēmos salieron al sepulcro con Su Cuerpo sin vida. Observó mientras cubrían la entrada de la cueva con una piedra grande, sepultando a la Fuente de la Vida.

Fiel a la Ley bajo la que fue criada, María junto con las demás mujeres pasaron el día siguiente en reposo, por ser el gran día del sábado, coincidiendo con la Fiesta de la Pascua. Pero todo el resto del apacible día las mujeres reunieron especias para presentarse ante el Sepulcro del Señor al amanecer del domingo y ungir Su Cuerpo según la costumbre de los judíos.

Es necesario mencionar que, habiendo acordado acudir al Sepulcro el primer día de la semana a la hora primera de la mañana, las Santas Mujeres no tenían posibilidad de reunirse el sábado. Partieron por separado el viernes por la noche a sus propias casas. Salieron al amanecer del día siguiente para acudir al Sepulcro, no todas juntas, sino cada una de su propia casa.

El Evangelista Mateo escribe que las mujeres acudieron al Sepulcro al amanecer, o como expresa el Evangelista Marcos, muy temprano antes de la salida del sol. El Eevangelista Juan, profundizando, escribió que María acudió a la Tumba tan temprano que todavía estaba oscuro. Obviamente, esperó con impaciencia el final de la noche, pero aún no amanecía. Se apresuró al lugar donde yacía el Cuerpo del Señor.

María fue sola al sepulcro. Como está escrito: “El día primero de la semana, María Magdalena vino muy de madrugada, cuando aún era de noche, al monumento, y vió la piedra quitada del monumento” (Jn 20:1). Al ver la piedra apartada de la cueva, ella huyó con miedo para contarles a los Apóstoles de Cristo, Simón Pedro y Juan. Al escuchar el extraño mensaje de que el Señor había sido retirado del Sepulcro, ambos Apóstoles corrieron hacia el Sepulcro y, al ver el sudario y las vendas, quedaron asombrados. Fueron y no dijeron nada a nadie, pero María volvió al Sepulcro y permaneció de pie a la entrada del Sepulcro y lloró. Aquí, en esta Tumba oscura, tan recientemente yacía su Señor sin vida.

Queriendo pruebas de que la Tumba realmente estaba vacía, bajó a ella y vio algo extraño. Vio dos ángeles con vestiduras blancas, uno sentado a la cabecera, el otro a los pies, donde había sido puesto el Cuerpo de Jesús. Le preguntaron: Mujer, ¿por qué lloras? Ella respondió con las palabras que había dicho a los Apóstoles: “Porque han tomado a mi Señor y no sé dónde le han puesto”. En ese momento se dio la vuelta y vio a Jesús Resucitado de pie cerca de la tumba, pero no Lo reconoció.

Le preguntó a María: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella respondió pensando que estaba viendo al jardinero: “Señor, si lo has cogido tú, dime dónde lo has puesto, y yo lo tomaré”.

Entonces reconoció la voz del Señor. Ésta fue la voz que escuchó en aquellos días y años, cuando seguía al Señor por todas las ciudades y lugares donde predicaba. Él pronunció su nombre, y ella dio un grito de alegría, “Rabí” (Maestro).

Deferencia y amor, cariño y profunda veneración, sentimiento de agradecimiento y reconocimiento a Su Esplendor como gran Maestro, todo se unía en este único clamor. No pudo decir nada más y se arrojó a los pies de su Maestro para lavarlos con lágrimas de alegría. Pero el Señor le dijo: “No me toques; porque aún no he subido a Mi Padre; pero ve a Mis hermanos y diles: ‘Subo a Mi Padre, y a vuestro Padre; a mi Dios y a vuestro Dios’”.

Ella volvió en sí misma y corrió de nuevo a los Apóstoles, para hacer la voluntad de Él enviándola a predicar. De nuevo corrió a la casa, donde los Apóstoles aún estaban consternados, y les proclamó el gozoso mensaje: “¡He visto al Señor!”. Ésta fue la primera predicación en el mundo sobre la Resurrección.

Los Apóstoles proclamaron las Buenas Nuevas al mundo, pero ella se las proclamó a los Apóstoles mismos.

La Sagrada Escritura no habla de la vida de María Magdalena después de la Resurrección de Cristo, pero es imposible dudar, que, si en los terribles minutos de la Crucifixión de Cristo ella estuvo al pie de Su Cruz con Su Purísima Madre y san Juan, debió permanecer con ellos durante el tiempo más feliz después de la Resurrección y Ascensión de Cristo. Así, en los Hechos de los Apóstoles el Santo Evangelista Lucas escribe que, unánimes, los Apóstoles permanecieron en oración y súplica con algunas mujeres y María la Madre de Jesús y sus hermanos.

La Santa Tradición testifica que cuando los Apóstoles partieron de Jerusalén para predicar por todos los confines de la tierra, María Magdalena partió también con ellos. Mujer valerosa, cuyo corazón estaba lleno de reminiscencias de la Resurrección, traspasó sus fronteras natales y fue a predicar a la Roma pagana. En todas partes ella proclamó a la gente acerca de Cristo y Su enseñanza. Cuando muchos no creían que Cristo había resucitado, ella les repetía lo que había dicho a los Apóstoles en la radiante mañana de la Resurrección: “¡He visto al Señor!”. Con éste mensaje recorrió toda Italia.

Cuenta la tradición que en Italia María Magdalena visitó al emperador Tiberíades (14-37) y le proclamó la Resurrección de Cristo. Según la Tradición, santa María Magdalena trajo consigo un huevo de brillante color rojo como símbolo de la Resurrección, símbolo de la vida nueva, pronunciando las palabras: “¡Cristo ha resucitado!”. Entonces ella dijo al emperador que en su Provincia de Judea el injustamente condenado Jesús el Galileo, un Hombre Santo, un obrador de milagros, poderoso ante Dios y la humanidad entera, había sido ejecutado por instigación de los sumos sacerdotes judíos, y tal sentencia convalidada por el procurador designado por Tiberíades, Poncio Pilato.

María repitió las palabras de los Apóstoles, que somos redimidos de la vanidad de la vida no con plata u oro perecederos, sino con la Preciosa Sangre de Cristo.

Gracias a María Magdalena se extendió entre los cristianos de todo el mundo la costumbre de obsequiarse huevos pascuales el día de la Resplandeciente Resurrección de Cristo.

En un antiguo manuscrito griego, escrito en pergamino, conservado en la biblioteca del monasterio de San Atanasio cerca de Tesalónica, se lee una oración en el día de la Santa Pascua para la bendición de los huevos y el queso. En él se indica que el Higúmeno al repartir los huevos benditos dice a los hermanos: “Así lo hemos recibido de los Santos Padres, que conservaron ésta costumbre desde el mismo tiempo de los Santos Apóstoles, por eso la santa Igual de los Apóstoles María Magdalena fue la primera en mostrar a los creyentes el ejemplo de ésta gozosa ofrenda”.

María Magdalena continuó su predicación en Italia y en la misma ciudad de Roma. Evidentemente, el Apóstol Pablo la tiene en mente en su Epístola a los Romanos (16:6), donde junto a otros ascetas de la predicación evangélica menciona a María (Mariam), quien como expresa “ha trabajado mucho en nosotros”. Evidentemente, sirvió extensamente a la Iglesia en sus medios de subsistencia y en sus dificultades, exponiéndose a los peligros, y compartiendo con los Apóstoles las labores de la predicación.

Según la Tradición de la Iglesia, permaneció en Roma hasta la llegada del Apóstol Pablo, y por dos años más después de su partida de Roma después del primer juicio judicial sobre él. Desde Roma, Santa María Magdalena, ya envejecida, se trasladó a Éfeso, sitio en el que laboraba incesantemente el Santo Apóstol Juan. Allí concluyó la Santa su vida terrena y fue enterrada.

Sus santas reliquias fueron trasladadas en el siglo IX a Constantinopla y colocadas en la iglesia del monasterio de San Lázaro. En la era de las campañas de los cruzados fueron trasladadas a Italia y colocados en Roma bajo el altar de la Catedral de Letrán. Se dice que parte de las reliquias de María Magdalena están en Provenza, Francia, cerca de Marsella, donde sobre ellas, al pie de una empinada montaña, se edificó una espléndida iglesia en su honor.

La Iglesia Ortodoxa honra la sagrada memoria de Santa María Magdalena, la mujer llamada por el Señor mismo de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios.

Otrora inmersa en el pecado y habiendo recibido sanidad, sincera e irrevocablemente comenzó una nueva vida y nunca vaciló de tal camino. María amaba al Señor que la llamó a una vida nueva. Ella permaneció fiel no sólo cuando estaba rodeado de multitudes entusiastas y ganando reconocimiento como obrador de milagros, sino también cuando todos los discípulos lo abandonaron atemorizados y Él, humillado y crucificado, colgó atormentado en la Cruz. Por eso el Señor, conociendo su fidelidad, se apareció primero ante Santa María Magdalena y la tuvo por digna de ser la primera en anunciar Su Santa Resurrección.

 

 

REFERENCIAS

Orthodox Church in America. (2023). Myrrhbearer and Equal of the Apostles Mary Magdalene. New York, Estados Unidos: OCA.

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