conmemorados el 5 de noviembre.
Cleitofon y Leucipe eran una próspera y distinguida pareja residente en la ciudad siria de Émesa, quienes por largo tiempo permanecieron sin hijos ─aun habiendo donado una vasta cantidad de oro a los sacerdotes paganos, así permanecieron.
La ciudad de Émesa estaba gobernada por un sirio llamado Secundus, puesto allí por los césares romanos. Éste era un despiadado y celoso perseguidor de los cristianos, quien, para infundir temor en ellos, ordenó que los instrumentos de tormento fueran exhibidos en las calles. La menor sospecha de pertenecer a “la secta de los galileos” (así llamaban los paganos a los cristianos), bastaba para que ser arrestado y arrojado al tormento. No obstante, muchos cristianos se entregaron voluntariamente en manos de los verdugos, en su deseo de padecer por Cristo.
Cierto anciano de nombre Onofrio ocultó su dignidad monástica y sacerdotal bajo sus harapos de mendigo. Anduvo de casa en casa en Émesa, pidiendo limosna. Al mismo tiempo, cada vez que vio la posibilidad de alejar a la gente del error pagano, predicó acerca de Cristo.
Una vez, arribó a la magnífica casa de Leucipe. Aceptando su caridad, sintió que la mujer estaba afligida, y preguntó cuál era la causa de esta tristeza. Ella le contó al Anciano sobre su desgracia familiar. Al consolarla, Onofrio comenzó a hablarle sobre el único Dios verdadero, sobre su omnipotencia y misericordia, y cómo Él siempre concede la oración de aquellos que se vuelven hacia Él con fe. La esperanza llenó el alma de Leucipe. Ella creyó y aceptó el Santo Bautismo. Poco después de esto, le fue revelado en un sueño que daría a luz a un hijo, que sería un verdadero seguidor de Cristo. Al principio, Leucipe ocultó su alegría a su esposo, pero después de que nació el bebé, reveló el secreto a su esposo y lo convenció de recibir el Santo Bautismo.
Llamaron al bebé Galación y sus padres lo criaron en la fe cristiana y le brindaron una excelente educación. Hubiera sido capaz de perseguir una ilustre carrera por sí mismo, pero Galación buscaba más bien una inmaculada vida monástica en medio de la soledad y la oración.
Cuando Galación cumplió veinticuatro años, su padre resolvió casarlo y encontraron para él una esposa: una bella e ilustre muchacha de nombre Episteme. El hijo no se opuso a la voluntad de su padre, pero, según la voluntad de Dios, la boda se pospuso por un tiempo. Al visitar a su prometida, Galación le reveló gradualmente su fe. Finalmente, la convirtió a Cristo y él mismo la bautizó en secreto.
Además de Episteme, bautizó igualmente a uno de sus sirvientes, Eutolmio. Los recién iluminados decidieron, por iniciativa de Galación, dedicarse a la vida monástica. Dejando la ciudad, se escondieron en la Montaña Publio, donde existía un par de monasterios, uno para hombres y otro para mujeres. Los nuevos reclusos debían llevar consigo todo lo necesario para la labor física, ya que los habitantes de ambos monasterios eran ancianos y enfermos.
Durante varios años los monjes lucharon en la labor, el ayuno y la oración. Una vez, Episteme tuvo una visión durante el sueño: ella y Galación se encontraban en el interior de un portentoso palacio ante un radiante Rey, Quien les otorgó un par de coronas de oro. Esto fue una prefiguración de su inminente martirio.
Los paganos se enteraron de la existencia de los monasterios y se envió un destacamento militar para apresar a sus habitantes. Pero los monjes y las monjas lograron esconderse en las colinas. Galación, sin embargo, no tenía deseos de huir y permaneció en su celda, leyendo la Sagrada Escritura. Cuando Episteme advirtió que los soldados llevaban encadenado a Galación, comenzó a rogar a la abadesa que le permitiera ir también a ella, ya que quería padecer el martirio por Cristo junto con su prometido y maestro. La abadesa bendijo entre lágrimas a Episteme y la dejó partir.
Los santos soportaron atroces tormentos, mientras suplicaban y glorificaban a Cristo. Cortaron sus manos y piernas, cortaron sus lenguas y luego los decapitaron.
Eutolmio, el antiguo sirviente de Episteme, quien se había convertido en su hermano en Cristo y compañero asceta en la empresa monástica, enterró en secreto los cuerpos de los santos mártires. Más tarde escribió un relato así de su vida virtuosa como de su glorioso martirio, dirigido a sus contemporáneos y a la posteridad.
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