21 de diciembre.
SERMON VI,
SAN LEÓN MAGNO
De la Natividad del Señor.
En todos los días y tiempos, queridísimos, deben acordarse los fieles, acostumbrados a la meditación de cosas divinas, del nacimiento de nuestro Señor y Salvador, fruto de una Madre Virgen, a fin de que el alma, elevándose al reconocimiento de su autor, ya al ocuparse en la oración acompañada de lágrimas o a la alabanza gozosa, ya durante la oblación del sacrificio, en nada piense con más frecuencia ni con más confianza que en el acontecimiento sublime de haber nacido en carne humana un Dios, Hijo de Dios, engendrado de su Padre coeterno. Pero ningún día como el presente nos pone delante este nacimiento, digno de las adoraciones del cielo y de la tierra, pues hasta una nueva luz que resplandece en los mismos elementos infunde en nuestro sentir una nueva claridad acerca de este misterio adorable. No sólo ante nuestra memoria, sino que, en cierto modo, ante nuestros mismos ojos tiene lugar el coloquio del Angel Gabriel con María, llena de estupor, y aquella concepción por obra del Espíritu Santo, en la cual tan admirable fue la promesa que la anunció como la fe en que ésta fue creída. En verdad que hoy el autor del mundo fue concebido en el seno de una virgen, y aquel que creó todas las naturalezas se hizo hijo de la que él creó. Hoy el Verbo de Dios apareció revestido de carne y el que nunca fue visible por ojos humanos empezó a dejarse tocar y palpar por las manos. Hoy los pastores conocieron por medio de las voces de los ángeles al Salvador, engendrado en la propia sustancia de nuestro cuerpo y alma y a los que presiden la grey del Señor se les enseñó la manera de anunciar la buena nueva, para que también nosotros digamos con el ejército de la milicia celestial: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad (Lc 2:4).
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