conmemorado el 27 de noviembre.
Levantó su voz a los Cielos y cantó un magnífico himno de alabanza al Dios Todopoderoso. Y ese himno produjo el milagro que salvó su vida. El milagroso incidente que rescató a Gregorio el Sinaíta de los horrores de una vida de esclavitud se obró alrededor del Año 1270 de Nuestro Señor, según la mayoría de historiadores de la Iglesia de ese período.
Sucedió que el joven de quince años de edad estaba atendiendo al servicio de la Divina Liturgia en una atiborrada casa de adoración cristiana en la ciudad de Laodicea en Asia Menor (hoy en día parte de la moderna Turquía).
Al comenzar la Liturgia esa mañana el joven estaba luchando con sus propias lágrimas… y por una buena razón. Sólo algunos días atrás éste niño de ojos brillantes y espíritu alegre, así como su familia entera, habían sido secuestrados de su pueblo natal de Kukula (no lejos de Esmirna, también ubicada en Turquía) ─por una banda de merodeadores “Agarenos”.
Ahora ellos se encontraban en el proceso de llevar a sus doloridos cautivos hacia Arabia, su lugar de origen. Durante varios días los bandidos Agarenos habían estado apurados, a lo largo del accidentado paisaje de Asia Menor, con la intención de llegar lo más pronto posible a su sitio de origen.
Junto con el joven Gregorio y sus hermanos, los piadosos padres cristianos lloraban y suspiraban patéticamente mientras luchaban contra el terreno rocalloso. Pensar que nunca más habrían de ver su tierra natal. Desde éste momento supieron que estarían forzados a vivir en una tierra extranjera rodeados de extraños. Les sería prohibido adorar a su Salvador, el Señor Jesús Cristo, quien había muerto en la Cruz para salvarlos del pecado y de la muerte. Despojados de su lengua, de su cultura y de su religión cristiana se les requeriría que pasasen sus días realizando trabajos innobles e interminables.
Pero justo cuando todo parecía completamente desesperanzador recibieron una pequeña y sorprendente buena fortuna. Actuando por un impulso repentino y con muy poca esperanza de éxito, el lloroso padre de Gregorio pidió repentinamente a sus captores si podía hablar en voz alta. Cuando respondieron afirmativamente, el padre de familia anunció a los Agarenos que estaban aproximándose a una Iglesia muy bien conocida en la ciudad de Laodicea. Hablando con una voz que vibraba con miedo y con el río de lágrimas que bajaban por su rostro, el atribulado padre rogó a sus nuevos dueños si podrían llevar a su joven familia a la iglesia por una hora (más o menos) con la finalidad de darles una última oportunidad de participar en la Liturgia Divina, antes de que fueran llevados a la esclavitud para siempre.
Los Agarenos escucharon sus súplicas con un rostro de piedra, mientras que el joven padre expresaba su petición por misericordia. “Sólo una hora”, lloró. “Nunca más regresaremos aquí; denle a mis hijos algo que recordar sobre su religión y su país, algo que recordar de lo que están dejando atrás.” Posiblemente el jefe de los Agarenos también era un padre. O quizás su espíritu había sido tocado en ese momento por la Voz del Todopoderoso. Cualquiera que haya sido la misteriosa razón, repentinamente accedió a conceder el deseo del padre. A la familia se le daría una hora para participar de los servicios en la iglesia, mientras que el traficante de esclavos descansaba y alimentaba a sus animales.
Lo que aconteció seguidamente fue un milagro que va más allá de lo que se puede describir. Con sus corazones aún doloridos, pero con una sonrisa en sus labios, Gregorio y su familia entraron en la iglesia y tomaron parte de la Liturgia Divina, la cual estaba comenzando. Y cuando llegó el momento de cantar las respuestas líricas que forman parte del corazón de sus devociones fervientes en el antiguo Sabbath en Laodicea, los entristecidos niños y padres cantaron con las voces de los ángeles.
En un solo instante sus penas y sus tormentos de haber sido despojados de su patria llenaron sus cantos. Sorprendidos, los asistentes a la iglesia difícilmente podían creer lo que oían, nunca antes habían escuchado melodías tan apasionadas, un canto tan espiritual. Cuando el servicio llegó a su fin, la congregación se reunió alrededor de los recién llegados y preguntaron sobre su situación. ¿De dónde habían llegado éstos extranjeros y en dónde habían aprendido a cantar con tal gloriosa habilidad?
En un instante la historia de su captura y esclavitud por parte de los Agarenos brotó de los labios del padre. Los asistentes al culto escucharon y agitaron sus cabezas. Qué desgracia, qué tragedia, que una hermosa familia enraizada en su tierra nativa, sea arrancada de ella para servir a dueños extranjeros por el resto de sus vidas. Eso era inaceptable, no se podía soportar. Pensando todos juntos, los cristianos hicieron un rápido cálculo: ¿Cuánto dinero se requería para comprar la libertad de esta noble familia de los traficantes de esclavos?
En pocos instantes se consiguieron los fondos necesarios, los que habían sido donados por algunos de los miembros más ricos de la iglesia, y el sacerdote ya se encontraba cabalgando hacia el campamento ubicado a un costado del río. Sólo le tomó algunos momentos para regatear antes de llegar a un precio aceptable por el cual se entregó el dinero y la familia fue liberada. Atónito y aturdido, Gregorio y su gozosa familia vieron a la caravana de Agarenos desarmar su campamento y volver a su ruta por el camino lodoso. Unos minutos más y el relinchar de los caballos ya se perdía en la distancia. Ellos se habían ido.
En los años que siguieron a ese momento, Nuestro Venerable Padre Gregorio el Sinaíta jamás olvidó el regalo que él y sus bienamados habían recibido aquella mañana de Sabbath en Laodicea.
Siendo ya un joven piadoso, el muchacho se sintió inspirado por éste maravilloso incidente a hacer un voto solemne: se haría monje y asceta y pasaría el resto de sus días dando gracias a Dios por el rescate que había sido pagado por los cristianos en su hora de necesidad.
Y así lo hizo. Con sólo quince años en el momento del rescate en Laodicea, alrededor del año 1270, el joven seguidor de Cristo llegaría a ser un monje devoto y abnegado, quien también escribiría numerosos tratados devocionales que inspirarían a generaciones de fieles.
Sin embargo, ello no sería una jornada sencilla. Sólo algunos años después de haber escapado de la esclavitud en Asia Menor el joven viajaría a Chipre en busca de un sitio para su vida monástica y de un maestro consumado que lo pudiera instruir en la difícil práctica del ascetismo místico.
Ahí conoció a un monje espiritual llamado Arsenios quien accedió a instruirlo en todo aquello que fuera necesario si es que verdaderamente deseaba llegar a ser un asceta devoto.
En el plazo de un año el atento acólito se había distinguido por su autodisciplina y su fervor. Habiendo pasado cada prueba espiritual viajaría al gran Monasterio en el Monte Sinaí, una reconocida comunidad de ascetas quienes perseguían firmemente los ideales y las prácticas de los Padres del Desierto. Pero aún aquí el autodominio del nuevo monje se hizo evidente. Comiendo solamente un poco de pan y agua cada día, pasaba la noche entera de pie en oración antes que descansando en su celda.
Sin embargo, los viajes de Gregorio no habían finalizado. En los años venideros caminaría a través de Jerusalén, Creta y el Monte Athos, el sacro santuario donde los sagrados misterios del cristianismo habían sido celebrados por más de mil años. Viajando frecuentemente con el reconocido monje san Gerásimo, pasaría hambre hasta el punto de casi enfermarse, mientras se comprometía con muchos trabajos físicos extenuantes diseñados para honrar la gloria del Dios Todopoderoso.
De alguna manera se hizo tiempo para escribir un compendio de meditaciones y reglas espirituales, incluyendo el clásico 150 Capítulos acerca de la Sobriedad, la cual describe las largas luchas espirituales que acontecen antes de conseguirse el autodominio.
Escribiendo en otro volumen que ha inspirado a los cristianos por siglos, Textos, Gregorio el Sinaíta articula bellamente el principio de autodisciplina ascética que lo había motivado a lo largo de su vida: Si nuestra naturaleza no se mantiene marcada por el Espíritu, o no es purificada como debiera, el cuerpo y el alma no pueden ser uno con Cristo, ahora y en la resurrección futura. Él compartirá la Gloria de Cristo a quien, a través de haber sido formado en Cristo, ha recibido la renovación por el Espíritu y ha sido preservado, por lo que ha alcanzado la deificación inefable. Él es similar a los ángeles, como si fuera incorpóreo y libre de toda corrupción, quien ha limpiado su mente a través de las lágrimas, ha resucitado su alma, aún aquí, por el Espíritu y, habiendo sometido su cuerpo a la razón, ha sido hecho radiante con luz, como una antorcha.
Luego de haber llevado el Santo Evangelio de Jesucristo a muchas de las tierras Eslavas ─en donde posteriormente el Piadoso Rey Alejandro I de Bulgaria (1333-1365) construiría una iglesia dedicada a él─ Nuestro Venerable Padre Gregorio el Sinaíta sería llamado finalmente a la Casa del Señor Dios del Universo alrededor del año 360.
Éste supremamente alegre místico durmió el Señor con una oración de agradecimiento en sus labios, pues nunca olvidó ─durante su larga vida entera─ que su existencia era un regalo del Bendito dador quien gobierna el mundo.
De la vida de éste gran Santo y asceta cristiano experimentamos la inmensa alegría que se puede encontrar en el abandono de los apegos terrenales y en celebrar la más grandiosa bendición que podemos recibir: la Comunión con Dios, el Padre Amoroso, y su Hijo Amado.
REFERENCIAS
La Ortodoxia es la Verdad. (2023). San Gregorio del Sinaí. Atenas, Grecia: https://laortodoxiaeslaverdad.blogspot.com
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