conmemorado el 18 de abril.
El Emperador estaba enfurecido. Más que nada en el mundo, el despiadado León V el armenio (813-820) deseaba destruir la práctica religiosa conocida como “veneración de los iconos”. ¿Cómo se atrevían esos arrogantes monjes a oponerse a su voluntad? Con el ceño fruncido e irritado, el hombre más poderoso del Medio Oriente llamó a sus guardias y a sus verdugos: “Hagan lo que tengan que hacer”, les dijo en palabras sombrías como las siguientes: “Rompan sus huesos si es necesario, pero hagan que ellos condenen la práctica de orar ante los iconos”.
Ésto aconteció durante los primeros años del siglo IX, cuando surgió el gran conflicto que llegó a ser conocido como la “Herejía Iconoclasta” que amenazó con dividir la Santa Iglesia. Ésta añeja lucha retornó seriamente alrededor del año 800, cuando un grupo de obispos corruptos y descaminados utilizaron su influencia para ganar el apoyo de los emperadores bizantinos a quienes dijeron que la veneración de esas imágenes consagradas de los santos no era otra cosa más que idolatría.
Una vez que los poderes seculares habían sido convencidos, fue bastante fácil convocar sus grandes ejércitos para arrasar con aquellos incansables campeones que estaban dispuestos a arriesgar sus vidas a fin de defender los iconos sagrados.
Ciertamente, la ira de León en ésta ocasión era bastante entendible ─porque los defensores de los iconos que estaban alistando para el tormento incluía tres monjes especialmente obstinados cuya reputación de valor y tenacidad no tenía paralelo en el mundo Bizantino. Dos de sus prisioneros eran monjes experimentados ─Gregorio, el reconocido Abad del célebre Monasterio de Decápolis en Constantinopla y su amigo, el igualmente bien conocido, san José el Himnógrafo. El tercer monje, sin embargo, era un simple joven ─un ferviente e idealista asceta que había sido instruido por san Gregorio en Decápolis. Su nombre era Juan, y mientras más pensaba, el ceñudo Emperador, en la manera de quebrar la resistencia de éstos defensores de los iconos, más se concentraba en el joven monje.
Viniendo de una larga y amarga experiencia, el tirano sabía que sus posibilidades de convencer a los monjes veteranos Gregorio y José el Himnógrafo eran muy pequeñas. ¿Pero posiblemente podría asustar al tercero ─el joven Juan─ con amenazas de terribles tormentos? Valía la pena intentarlo. Consiguientemente, hizo traer solo al joven y le dijo directamente que si no condenaba la práctica de la veneración de los iconos sería azotado furiosamente y luego cortado en pedazos con cuchillos.
El joven monje lo miró calmadamente, pero sin decir nada. El Emperador le preguntó si había escuchado la descripción de las insoportables torturas que le habrían de acaecer. El monje asintió lentamente con la cabeza. Con una furia cada vez mayor el Emperador empezó a gritar, pero el joven monje, quien parecía calmado y relajado, de una manera sobrenatural, solamente sonrió un poco. León el Armenio ya había visto suficiente.
Rugiendo y transpirando profusamente ordenó a los guardias burlones que llevasen al asceta al sitio del tormento. Pero a la mañana siguiente, cuando preguntó sobre los azotes y el despedazamiento que había tomado lugar, los guardias solamente cabecearon, informando que el joven Juan había sonreído a lo largo de todo el proceso.
Ni él ni su amado maestro ─Gregorio el Decapolita─ vacilaron en su rechazo a las demandas del Emperador de que los iconos deberían ser destruidos. Y Juan el Himnógrafo, por su parte, había reído fuertemente ante la demanda antes de soportar su propia ronda violenta de azotes y cortes, sin quejarse.
Al final los tres monjes se negaron a quebrarse bajo la presión, y la campaña de León para apoyar a los clérigos que estaban comprometidos en la Herejía Iconoclasta fue vencida.
De alguna manera el joven Juan sobrevivió a ésta penosa experiencia en Constantinopla. Ciertamente, él terminaría, eventualmente, sintiéndose casi agradecido por ésta prueba suprema a su fe y lealtad que se había exigido de él siendo un joven monje. Estaba complacido de haber soportado los tormentos de León y de los Iconoclastas pues ello fue una buena preparación para los problemas que lo esperaban en sus años posteriores, como un valeroso y dedicado asceta en el reconocido Monasterio de Xaritón en Palestina.
Conocido informalmente como el monasterio de “Las Cuevas Antiguas”, ésta comunidad de almas supremamente austeras estaba situada en una serie de cavernas frías y húmedas, ubicadas cerca de Belén, el lugar del nacimiento del Salvador, Jesús Cristo el Hijo de Dios, 800 años antes. Para san Juan, quien había nacido alrededor del año 800, probablemente en la región oriental de Asia Menor, Las Cuevas Antiguas era el sitio de retiro perfecto. Habiendo aprendido a vivir bajo los rigores de un asceta extremadamente disciplinado siendo estudiante de Gregorio, el Venerable Juan estaba en busca de una forma de vida de suyo exigente e incesantemente ascética que hubiera sido capaz de aniquilar a los que sus espíritus siempre anhelaban por más.
Pero Juan, el Discípulo de Gregorio, estaba cortado de una tela diferente. Cuando llegó a Las Antiguas Cuevas no mencionó en absoluto su origen. No describió sus estudios bajo la tutela de Gregorio ni la confrontación con el Emperador. Cuando ellos preguntaron sobre la procedencia de su vida espiritual él sólo les respondía diciéndoles dos cosas: su nombre era Juan y lo que más quería en su vida era vivir en Las Cuevas Antiguas como un humilde y silencioso asceta.
Concedieron su deseo. Y entonces se maravillaron ante su autodisciplina. Siendo monjes veteranos y con gran experiencia nunca antes habían visto a un monje con una determinación tan pura. Con el propósito de autodominarse completamente el recién llegado pasaría, a menudo, varios días seguidos sin probar un solo bocado. En otras ocasiones se negaría a sí mismo dormir ─y pasaría la noche entera parado o agachado en una posición incómoda. En muy pocos años sería conocido en toda Palestina como un monje cuya humildad y discreción eran maravillosamente constantes.
Cuando finalmente murió alrededor del 875 aún se encontraba luchando para vencerse a sí mismo y por darle todo lo que él tenía a Su Padre Celestial, con la finalidad de alabarle más perfectamente. Aún estaba agradeciendo a Dios por haberle enviado esa gran prueba de fe que pasó en los días de León el Armenio. La memoria del Venerable Juan el Hesicasta es reverenciada por los cristianos, quienes en él contemplan un poderoso ejemplo de la gran fortaleza que viene de Dios para todos aquellos que se niegan a renunciar a Él.
REFERENCIAS
La Ortodoxia es la Verdad. (2023). El Venerable Juan el Hesicasta, Discípulo de San Gregorio Decapolita. Atenas, Grecia: https://laortodoxiaeslaverdad.blogspot.com
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