conmemorado el jueves 2 de mayo de 2024.
SEMANA SANTA: EXPLICACIÓN LITÚRGICA DE LOS DÍAS DE LA SEMANA SANTA
por el Protopresbítero Aleksandr Dimitrievich Schmemann
JUEVES: LA ÚLTIMA CENA
Dos acontecimientos dan forma a la Liturgia del Gran y Santo Jueves: la Última Cena de Cristo con sus discípulos y la traición de Judas. El significado de ambos descansa en el amor. La Última Cena es la revelación última del amor redentor de Dios por el hombre, del amor como esencia misma de la salvación. Y la traición de Judas revela que el pecado, la muerte y la autodestrucción también se deben al amor, pero al amor desviado y distorsionado, amor dirigido a aquello que no merece amor. He aquí el misterio de éste día único, y su Liturgia, donde la luz y la oscuridad, la alegría y el dolor se mezclan tan extrañamente, nos interpela con la elección de la que pende el destino eterno de cada uno de nosotros. “Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13:1). Para comprender el significado de la Última Cena, debemos considerarla como la conclusión misma del gran movimiento del Amor Divino que comenzó con la creación del mundo y ahora se consumará en la muerte y resurrección de Cristo.
Dios es Amor (1 Jn 4:8). Y el primer regalo del Amor fue la vida. El sentido, el contenido de la vida era la comunión. A fin de vivir el hombre había de comer y beber, participar del mundo. El mundo era, así, el amor Divino hecho alimento, hecho Cuerpo del hombre. Y estando vivo, es decir, participando del mundo, el hombre había de estar en comunión con Dios, tener a Dios como el sentido, el contenido y el fin de su vida. La comunión con el mundo dado por Dios ciertamente entraña la comunión con Dios. El hombre recibió su alimento de Dios y haciéndolo su cuerpo y su vida, ofreció el mundo entero a Dios, lo transformó en vida en Dios y con Dios. El amor de Dios dio vida al hombre, el amor del hombre por Dios transformó esta vida en comunión con Dios. Éste era el paraíso. La vida en él era, en efecto, eucarística. A través del hombre y su amor por Dios, la creación entera había de ser santificada y transformada en un sacramento de la Presencia Divina que todo lo abarca y el hombre era el sacerdote de tal sacramento.
Pero en el pecado el hombre perdió ésta vida eucarística. La perdió porque dejó de ver el mundo como medio de comunión con Dios y su vida como eucaristía, como adoración y acción de gracias. Se ama a sí mismo y al mundo por sí mismo; se hizo a sí mismo el contenido y el fin de su vida. Pensó que su hambre y su sed, es decir, la dependencia de su vida del mundo, pueden ser satisfechas por el mundo como tal, por la comida como tal. Pero el mundo y el alimento, una vez despojados de su sentido sacramental inicial ─como medios de comunión con Dios, una vez que no son recibidos por amor a Dios ni llenos de hambre y sed de Dios, una vez que, en otras palabras, Dios ya no es su verdadero “contenido”, no pueden dar vida, ni saciar el hambre, porque no tienen vida en sí mismos… Y así, poniendo en ellos su amor, el hombre desvió su amor del único objeto de todo amor, de toda hambre, de todos los deseos. Y él murió. Porque la muerte es la ineludible “descomposición” de la vida cortada de su única fuente y contenido. El hombre pensó encontrar vida en el mundo y en la comida, pero encontró la muerte. Su vida se convirtió en comunión con la muerte, porque en vez de transformar el mundo por la fe, el amor y la adoración en comunión con Dios, se sometió enteramente al mundo, dejó de ser su sacerdote y se convirtió en su esclavo. Y por su pecado el mundo entero se convirtió en un cementerio, donde las personas condenadas a muerte participaron de la muerte y “se sentaron en región y sombra de muerte” (cfr. Mt 4:16).
Pero si el hombre traicionó, Dios permaneció fiel al hombre. Él no “se apartó para siempre de la criatura que había hecho, ni se olvidó de las obras de sus manos, sino que lo visitó de diversas maneras, por la tierna compasión de su misericordia” (Liturgia de San Basilio). Una nueva obra divina comenzó, la de la redención y la salvación. Y se cumplió en Cristo, el Hijo de Dios que para restaurar al hombre a su belleza prístina y restaurar la vida como comunión con Dios, se hizo Hombre, tomó sobre Sí nuestra naturaleza, con su sed y hambre, con su deseo y amor de la vida. Y en Él la vida se reveló, se dio, se aceptó y se consumó como Eucaristía plena y perfecta, como comunión plena y perfecta con Dios. Rechazó la tentación humana básica: vivir “sólo de pan”; Reveló que Dios y Su reino son el verdadero alimento, la verdadera vida del hombre. Y ésta Vida eucarística perfecta, plena de Dios, y, por lo tanto, Divina e inmortal, Él la dio a todos aquellos que creyeran en Él, es decir, que encontrarán en Él el sentido y el contenido de su vida. Tal es el significado maravilloso de la Última Cena. Se ofreció a Sí mismo como el verdadero alimento del hombre, porque la Vida revelada en Él es la Vida verdadera. Y así el movimiento del Amor Divino que comenzó en el paraíso con un Divino “tomad… comed…” (pues comer es vida para el hombre) llega ahora “hasta el final” con el Divino “tomad, comed; ésto es Mi Cuerpo…” (pues Dios es vida del hombre). La Última Cena es la restauración del paraíso de la bienaventuranza, de la vida como Eucaristía y Comunión.
Pero ésta hora del amor último es asimismo la de la traición última. Judas abandona la luz del Alto Aposento y se adentra en la tiniebla. “Y era ya de noche” (Jn 13:30). ¿Por qué se va? Porque ama, responde el Evangelio, y su fatídico amor se subraya una y otra vez en los himnos del Jueves Santo. No importa, en efecto, que ame la “plata”. El dinero representa aquí todo el amor desviado y distorsionado que conduce al hombre a traicionar a Dios. Es, en efecto, amor robado a Dios y Judas, por tanto, es el Ladrón. Cuando no ama a Dios ni tampoco ama en Dios, el hombre todavía ama y desea, porque fue creado para amar y el amor es su naturaleza, pero entonces deviene en una pasión tenebrosa y autodestructiva y la muerte se halla a su fin. Y cada año, al sumergirnos en la insondable luz y profundidad del Jueves Santo, a cada uno de nosotros se nos interpela con la misma pregunta decisiva: ¿respondo al amor de Cristo y lo acepto como mi vida; sigo a Judas en las tinieblas de su noche?
La Liturgia del Jueves Santo incluye: a) Maitines, b) Vísperas y, después de Vísperas, la Liturgia de San Basilio el Grande. En las Iglesias Catedrales se realiza el servicio especial del Lavatorio de Pies después de la Liturgia; mientras el diácono lee el Evangelio, el obispo lava los pies a doce sacerdotes, recordándonos que el amor de Cristo es el fundamento de la vida en la Iglesia y conforma todas las relaciones en el interior de ella. Es también el Jueves Santo cuando los primados de las Iglesias autocéfalas consagran el Santo Crisma, y ésto significa también que el nuevo amor de Cristo es el don que recibimos del Espíritu Santo el día de nuestra entrada en la Iglesia.
En Maitines el Tropario establece el tema del día: la oposición entre el amor de Cristo y el “deseo insaciable” de Judas.
Cuando los gloriosos apóstoles fueron iluminados en el lavatorio de la Cena, el impío Judas, enfermo de amor a la plata, se oscureció, y a los jueces inicuos les entregó al justísimo Juez. Ved, amantes del dinero, a quien por él tuvo que ahorcarse; y huid del alma insaciable que se atrevió a tal cosa contra el Maestro. ¡Oh Piadoso, cuya bondad abriga todo, Señor, gloria a ti!
Después de la lectura del Evangelio (Lc 12,1-40) se nos concede la contemplación, el sentido místico y eterno de la Última Cena en el hermoso canon de san Cosme. Su último “Irmos” (Novena Oda) nos invita a compartir la hospitalidad del banquete del Señor: “Venid, oh fieles: disfrutemos de la hospitalidad del Señor y del banquete de la inmortalidad en el aposento alto con la mente en alto...”
En Vísperas, la Stichirá que reza “Señor, he llorado” subraya el anticlímax espiritual del Jueves Santo, la traición de Judas: “Judas el esclavo y Bribón, el discípulo y traidor, el amigo y demonio, fue probado por sus hechos, porque, siguiendo al Maestro, dentro de sí mismo contempló Su traición…”
Después de la Entrada, tres lecciones procedentes del Antiguo Testamento:
Éxodo 19: 10-19. El descenso de Dios del monte Sinaí a su pueblo como imagen de la venida de Dios en la Eucaristía.
Job 38:1-23, 42:1-5, la conversación de Dios con Job y la respuesta de Job: “¿Quién me dirá lo que no entiendo? Cosas demasiado grandes y maravillosas para mí, que no sabía...” ─y estas “cosas grandes y maravillosas” se cumplen en el don del Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Isaías 50:4-11. El comienzo de las profecías sobre el siervo sufriente de Dios.
La Lectura de la Epístola es de 1 Corintios 11:23-32: el relato de san Pablo sobre la Última Cena y el significado de la comunión. La lectura del Evangelio (la más larga del año está tomada de los cuatro Evangelios y es la historia completa de la Última Cena, la traición de Judas y el arresto de Cristo en el jardín. El Himno Querúbico y el Himno de la Comunión son reemplazados por las palabras de la oración antes de la Comunión:
Oh Hijo de Dios, admíteme hoy como participante de tu Cena mística, pues no diré tu misterio a tus enemigos ni te daré un beso como Judas, sino que, como el ladrón, te confesaré: «Acuérdate de mí, Señor, en tu Reino».
REFERENCIAS
Orthodox Church in America. (2023). Great and Holy Thursday. New York, Estados Unidos: OCA.
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