conmemorado el 28 de enero.
San Efrén el sirio, maestro del arrepentimiento, nació a principios del siglo IV en la ciudad de Nisibis (Mesopotamia) en el seno de una humilde familia de trabajadores de la tierra. Sus padres criaron a su hijo en la piedad, pero desde su infancia fue conocido por su fuerte temperamento e impetuoso carácter. A menudo participaba en peleas, actuaba irreflexivamente e incluso dudaba de la Providencia de Dios. Eventualmente recobró sus sentidos por la gracia de Dios, y se embarcó en el camino del arrepentimiento y la salvación.
Una vez, fue acusado injustamente de robar una oveja y fue encarcelado. Escuchó una voz en un sueño llamándolo al arrepentimiento y corrección de su vida. Después de ésto, fue absuelto de los cargos y puesto en libertad.
El joven se apresuró a las montañas para unirse a los ermitaños. Ésta forma de ascetismo cristiano había sido introducida por un pupilo de san Antonio el Grande, el poblador del desierto egipcio Evgénios.
San Jacobo de Nisibis (13 de enero) fue un destacado asceta, predicador del cristianismo y denunciante de los arrianos. San Efrén se convirtió en uno de sus discípulos. Bajo la dirección del santo jerarca, san Efrén alcanzó la mansedumbre cristiana, la humildad, la sumisión a la voluntad de Dios y el brío para sobrellevar las diversas tentaciones sin lamentarse.
San Jacobo transformó al indisciplinado joven en un humilde y contrito monje. Al percatarse del gran valor de su discípulo, hizo uso de sus talentos. Confió en él para predicar sermones, para instruir a los niños en la escuela, y llevó consigo a Efrén al Primer Concilio Ecuménico de Nicea (en el año 325). San Efrén guardó obediencia a san Jacobo durante catorce años, hasta la muerte del obispo en el año 338.
Después de la captura de Nisibis por los persas en 363, san Efrén acudió a un monasterio cerca de la ciudad de Edesa. Aquí conoció grandes ascetas, cuyas vidas transcurrían en oración y salmodia. Sus cuevas eran solitarios refugios y cierta clase de hierba su alimento.
Se hizo especialmente próximo al asceta Julián (18 de octubre), quien era de espíritu afín. San Efrén entrelazó el ascetismo con el estudio incesante de la Palabra de Dios, tomando de ella consuelo y sabiduría para su alma. El Señor le concedió el don de la enseñanza, y la gente empezó a acudir a él, queriendo oír su consejo, lo cual hacía despuntar la compunción del alma, en accionando la autocondenación. Así verbalmente como por escrito, san Efrén instruyó a todos en el arrepentimiento, la fe y la piedad, y denunció la herejía arriana, que en ese momento causaba gran revuelo. Los paganos que escucharon la predicación del Santo se convirtieron al cristianismo.
También escribió el primer comentario siríaco sobre el Pentateuco (i. e., “Cinco Libros”) de Moisés. Escribió numerosas oraciones e himnos, enriqueciendo así los servicios litúrgicos de la Iglesia. Las célebres oraciones de san Efrén se dirigen a la Santísima Trinidad, al Hijo de Dios y a la Santísima Theotokos. Compuso himnos para las Doce Grandes Fiestas del Señor (la Natividad de Cristo, el Bautismo, la Resurrección) e himnos fúnebres. La Oración de Penitencia de san Efrén, “Oh Señor y Maestro de mi vida...”, se recita durante la Gran Cuaresma y convoca a los cristianos a la renovación espiritual.
Desde la antigüedad la Iglesia ha atesorado la obra de san Efrén. Sus obras fueron leídas públicamente en ciertas iglesias sucediendo a la Sagrada Escritura, como nos dice san Jerónimo. En la actualidad, el Typikon de la Iglesia prescribe que algunas de sus enseñanzas sean leídas en los días de Cuaresma. Entre los profetas, san David es el salmista por excelencia; entre los Padres de la Iglesia, san Efrén el Sirio es el hombre de oración por excelencia. Su experiencia espiritual hizo de él una guía para los monásticos y una ayuda para los pastores de Edesa. San Efrén escribió en siríaco, no obstante, sus obras fueron traducidas al griego y al armenio; también al latín y al eslavo a partir del texto griego.
En muchas de las obras de san Efrén se vislumbra la vida de los ascetas sirios, la cual se centraba en la oración y en la labor de diversas obediencias por el bien común de los hermanos. La perspectiva de todos los ascetas sirios era la misma. Los monjes creían que el objetivo de sus esfuerzos era la comunión con Dios y la adquisición de la gracia divina. Para ellos, la vida presente era un tiempo de lágrimas, labor y ayuno.
“Si el Hijo de Dios está dentro de vosotros, también su Reino está dentro de vosotros. Así, el Reino de Dios está dentro de ti, pecador. Entra en ti mismo, busca diligentemente y sin fatiga lo encontrarás. Fuera de ti está la muerte, y la puerta a ella es el pecado. Entra en ti mismo, habita en tu corazón, porque Dios está allí”.
La incesante sobriedad espiritual, el florecimiento del bien en el alma del hombre le da la posibilidad de asumir una tarea como la bienaventuranza y una autolimitación como la santidad. La retribución se presupone en la vida terrena del hombre, es una empresa de perfección espiritual por grados. Quien se hace crecer alas sobre la tierra, dice san Efrén, es quien se remonta a las alturas; quien purifica su mente aquí abajo, allí vislumbra la Gloria de Dios. En la medida en que cada uno ama a Dios, está, por el amor de Dios, saciado hasta la plenitud según esa medida. El hombre, limpiándose a sí mismo y alcanzando la gracia del Espíritu Santo aún aquí en la tierra, tiene un anticipo del Reino de los Cielos. Alcanzar la vida eterna, en las enseñanzas de san Efrén, no significa pasar de un reino del ser a otro, sino descubrir la condición espiritual “celestial” del ser. La vida eterna no se otorga al hombre a través de los esfuerzos unilaterales de Dios, sino que crece constantemente como una semilla dentro de él por sus esfuerzos, fatigas y luchas.
La promesa dentro de nosotros de “theosis” (o “deificación”) es el Bautismo de Cristo, y la fuerza principal que impulsa la vida cristiana es el arrepentimiento. San Efrén fue un gran maestro del arrepentimiento. El perdón de los pecados en el Misterio del Arrepentimiento, según su enseñanza, no es una exoneración externa, no un olvido de los pecados, sino su completa destrucción, su aniquilación. Las lágrimas de arrepentimiento lavan y queman el pecado. Además, ellas (es decir, las lágrimas) animan, transfiguran la naturaleza pecaminosa, dan fuerza “para andar en el camino de los mandamientos del Señor”, animando la esperanza en Dios. En la fuente de fuego del arrepentimiento, el Santo escribió: “navegas tú mismo, oh pecador, te resucitas de entre los muertos”.
San Efrén, considerándose el menor y el peor de todos, marchó a Egipto al final de su vida para admirar los esfuerzos de los grandes ascetas. Fue aceptado allí como bienvenido invitado y recibió un gran consuelo al conversar con ellos. En su viaje de vuelta visitó en Cesarea de Capadocia a san Basilio el Grande (1 de enero), quien deseaba ordenarlo como sacerdote, mas se consideraba indigno del sacerdocio. Ante la insistencia de san Basilio, sólo consintió en ser ordenado diácono, rango en el que permaneció hasta su muerte. Más tarde, san Basilio invitó a san Efrén a aceptar el trono de un obispo, pero el Santo fingió locura para evitar este honor, considerándose humildemente indigno de él.
Después de su regreso a su propio desierto de Edesa, san Efrén esperaba pasar el resto de su vida en soledad, pero la divina Providencia lo llamó nuevamente para servir a su prójimo. Los habitantes de Edesa sufrían una ruinosa hambruna. Por la influencia de su palabra, el Santo persuadió a los ricos a prestar ayuda a los necesitados. Con las ofrendas de los creyentes construyó un asilo para los pobres y los enfermos. San Efrén luego se retiró a una cueva cerca de Edesa, donde permaneció hasta el final de sus días.
REFERENCIAS
Orthodox Church in America. (2023). Venerable Ephraim the Syrian. New York, Estados Unidos: OCA.
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