conmemorado el 26 de septiembre.
El Santo, Glorioso, Alabadísimo Apóstol y Evangelista, Virgen y Amado Amigo de Cristo, Juan el Teólogo era hijo de Zebedeo y Salomé, hija de san José el Desposado. Fue llamado por nuestro Señor Jesucristo para ser uno de Sus Santos Apóstoles al mismo tiempo que su hermano mayor Santiago. Esto tuvo lugar en el lago Genesaret (es decir, el mar de Galilea). Dejando atrás a su padre, ambos hermanos siguieron al Señor.
El Apóstol Juan fue especialmente amado por el Salvador por su amor sacrificial y su virginal pureza. Después de su llamado, el Apóstol Juan no se separó del Señor, y fue uno de los tres apóstoles que estuvieron particularmente cerca de Él. San Juan el Teólogo estuvo presente cuando el Señor devolvió la vida a la hija de Jairo, y fue testigo de la Transfiguración del Señor en el Monte Tabor.
Durante la Última Cena, se reclinó al lado del Señor y apoyó la cabeza sobre Su pecho. También preguntó el nombre de aquel que había de traicionar al Salvador. El Apóstol Juan siguió al Señor cuando lo llevaron atado desde el Huerto de Getsemaní a la corte de los infames Sumos Sacerdotes Ananías y Caifás. Estuvo allí en el patio del Sumo Sacerdote durante los interrogatorios de su Maestro y lo siguió resueltamente en el camino hacia el Gólgota, afligido con su corazón entero.
Al pie de la Cruz estuvo con la Madre de Dios y escuchó las palabras del Señor Crucificado dirigidas a Ella desde la Cruz: “Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre”. (Jn 19:26-27). Desde ese momento el Santo Apóstol Juan, como un hijo amado, se preocupó de la Santísima Virgen María, y la sirvió hasta Su Dormición.
Después de la Dormición de la Madre de Dios, el Santo Apóstol Juan se dirigió a Éfeso y a otras ciudades de Asia Menor a predicar el Evangelio, llevando consigo a su propio discípulo Prócoro. Abordaron una nave, la cual se hundió durante una terrible tempestad. Todos los viajeros fueron arrojados a tierra seca, y sólo el Apóstol Juan quedó en las profundidades del mar. Prócoro lloró amargamente, privado de su padre y guía espiritual, y siguió solo hacia Éfeso.
A los catorce días de su viaje se paró en la orilla del mar y vio que las olas habían arrojado a un hombre a la orilla. Acercándose a él, reconoció al Apóstol Juan, a quien el Señor había conservado con vida durante catorce días en el mar. Enseñante y discípulo fueron a Éfeso, donde el Apóstol Juan predicaba incansablemente a los paganos acerca de Cristo. Su predicación estuvo acompañada de tan numerosos y grandes milagros, que el número de creyentes aumentaba cada día.
Durante este tiempo había comenzado la persecución de los cristianos bajo el emperador Nerón (56-68). Condujeron al apóstol Juan a juicio en Roma. San Juan fue condenado a muerte por su confesión de fe en el Señor Jesucristo, mas el Señor preservó a Su elegido. El apóstol bebió una copa de veneno mortal, pero se mantuvo con vida. Más adelante, salió indemne de un caldero de aceite hirviendo al cual había sido arrojado por orden del torturador.
Después de esto, enviaron al Apóstol Juan a una prisión en la isla de Patmos, donde pasó muchos años. Siguiendo su camino hacia el lugar del exilio, san Juan obró muchos milagros. En la isla de Patmos, su predicación y sus milagros atrajeron a todo habitante de la isla, a quienes iluminó con la luz del Evangelio. Echó fuera muchos demonios de los templos paganos y sanó a una gran multitud de enfermos.
Hechiceros con demoníacos poderes mostraron una desmedida hostilidad a la predicación del Santo Apóstol. Inquietó especialmente al principal hechicero de todos, llamado Kinops, quien se jactaba de que destruirían al Apóstol. Mas el ingente Juan, merced a la gracia de Dios actuando a través de él, destruyó todos los artificios demoníacos de los que echaba mano Kinops, y el arrogante hechicero pereció en las profundidades del mar.
El Apóstol Juan se retiró con su discípulo Prócoro a una altura desolada, donde se impuso un ayuno de tres días. Mientras san Juan rezaba, la tierra tembló y retumbó un trueno. Prócoro se lanzó al suelo atemorizado. El Apóstol Juan lo levantó y le dijo que escribiera lo que iba a decir. “Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin, dice el Señor, El que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso” (Ap 1:8), proclamó el Espíritu de Dios a través del Apóstol Juan. Así, hacia el año 67 se escribió el Libro de las Revelaciones, igualmente conocido como el “Apocalipsis”, del Santo Apóstol Juan el Teólogo. En este Libro había predicciones de las tribulaciones de la Iglesia y del fin del mundo.
Después de su prolongado exilio, el Apóstol Juan recibió su libertad y regresó a Éfeso, donde continuó con su actividad, instruyendo a los cristianos para que se guardaran de los falsos maestros y sus desacertadas enseñanzas. En el año 95, el Apóstol Juan escribió su Evangelio en Éfeso. Llamó a todos los cristianos a amar al Señor y al prójimo, a fin de realizar los mandamientos de Cristo. La Iglesia llama a San Juan el “Apóstol del Amor”, ya que enseñó constantemente que sin amor el hombre no puede acercarse a Dios.
En sus tres Epístolas, San Juan habla del significado del amor a Dios y al prójimo. Ya en su vejez, se enteró de un joven que se había desviado del verdadero camino para seguir al líder de una banda de ladrones, por lo que San Juan salió al desierto a buscarlo. Al ver al santo Anciano, el culpable trató de esconderse, pero el Apóstol Juan corrió tras él y le suplicó que se detuviera. Prometió tomar los pecados de su juventud sobre sí mismo, si tan solo se arrepintiera y no trajera la ruina sobre su alma. Sacudido por el intenso amor del Santo Anciano, el joven realmente se arrepintió y cambió su vida.
San Juan reposó cuando tenía más de cien años. Sobrevivió a los demás testigos materiales del Señor, y durante mucho tiempo siguió siendo el único testigo que quedaba de la vida terrenal del Salvador.
Cuando llegó el momento de la partida del Apóstol Juan, salió más allá de los límites de la ciudad de Éfeso con las familias de sus discípulos. Les ordenó que le prepararan una tumba en forma de cruz, en la que yacía, diciendo a sus discípulos que lo cubrieran con tierra. Los discípulos besaron con lágrimas en los ojos a su amado maestro, pero no queriendo ser desobedientes, cumplieron su mandato. Cubrieron el rostro del santo con un paño y rellenaron la tumba. Al enterarse de esto, otros discípulos de San Juan acudieron al lugar de su sepultura. Cuando abrieron la tumba, la encontraron vacía.
Cada año, el 8 de mayo, de la tumba del santo Apóstol Juan salía un fino polvo, el cual recogían los creyentes y con él se curaban de sus enfermedades. Por eso, la Iglesia también celebra la memoria del santo Apóstol Juan el Teólogo el 8 de mayo.
El Señor otorgó a Su amado discípulo Juan y al hermano de Juan, Santiago, el nombre de “Hijos del Trueno”, éste un asombroso mensajero acompañado por el poder purificador del fuego celestial. Y precisamente con esto el Salvador señaló el carácter flamígero, ígneo, sacrificial del amor cristiano, cuyo predicador fue el Apóstol Juan el Teólogo. El águila, símbolo de las alturas de su pensamiento teológico, es el símbolo iconográfico del Evangelista Juan el Teólogo. El apelativo de “Teólogo” es otorgado por la Santa Iglesia sólo a San Juan entre los discípulos inmediatos y Apóstoles de Cristo, por ser el vidente de los misteriosos Juicios de Dios.
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