conmemorado el 17 de enero.
San Antonio el Grande es conocido como el Padre del Monasticismo, y el extenso sermón ascético en La Vida de San Antonio de San Atanasio (Secciones 16-34), podría llamarse la primera Regla Monástica.
Nació en Egipto en el pueblo de Coma, cerca del desierto de Tebaida, en el año 251. Sus padres eran piadosos cristianos de insigne linaje. Antonio fue un niño discreto, respetuoso y obediente con sus padres. Lo complacía asistir a los servicios de la iglesia y escuchaba las Sagradas Escrituras con tanta atención que toda su vida recordó lo que había escuchado.
Cuando san Antonio tenía cerca de veinte años, perdió a sus padres, pero quedó a cargo del cuidado de su hermana menor. Al acudir a la iglesia unos seis meses después, los jóvenes reflexionaron sobre cómo los fieles, conforme a lo escrito en los Hechos de los Apóstoles (4:35), vendieron sus posesiones y donaron las ganancias a los Apóstoles para los menesterosos.
Luego entró en la iglesia y escuchó el pasaje del Evangelio donde Cristo le habla al joven rico: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mt 19:21). Antonio sintió que estas palabras se destinaban a él. Por lo tanto, vendió la propiedad que recibió después de la muerte de sus padres, luego distribuyó el dinero entre los pobres y dejó a su hermana al cuidado de vírgenes piadosas en un convento.
Partiendo de la casa paterna, san Antonio comenzó su vida ascética en una choza no lejos de su pueblo. Trabajando con sus manos, pudo procurarse un sustento, así como limosnas para los necesitados. En ocasiones, el santo joven visitaba a otros ascetas que habitaban la zona, y de cada uno solicitaba dirección y favor. Se dirigió a un asceta en particular a fin de ser guiado en la vida espiritual.
En este período de su vida, san Antonio soportó terribles tentaciones del demonio. El Adversario de la Humanidad perturbó al joven asceta con pensamientos sobre su vida anterior, dudas sobre el camino elegido, preocupación por su hermana, y tentó a Antonio con pensamientos lujuriosos y sentimientos carnales. Mas el santo extinguió dicho fuego meditando en Cristo y pensando en el castigo eterno, venciendo así al demonio.
Al advertir que el diablo lo atacaría sin duda de otra manera, san Antonio oró e intensificó su empeño. Antonio oró para que el Señor le mostrara el camino de la salvación. Y se le concedió una visión. El asceta vio a un hombre que de manera alternada oraba y laboraba. Éste era un ángel, que el Señor había enviado para instruir a Su elegido.
San Antonio trató de acostumbrarse a una forma de vida más estricta. Comió solo después de la puesta del sol, pasó toda la noche orando hasta el amanecer. Pronto durmió sólo cada tercer día. Pero el diablo no cesaba en sus artimañas, y tratando de atemorizar al monje, apareció bajo la apariencia de monstruosas apariciones. El santo, sin embargo, se protegió con la Cruz Creadora de Vida. Finalmente, el Enemigo se le apareció bajo la apariencia de una pequeña figura oscura de aspecto espantoso, e hipócritamente declarándose vencido, consideró que podría tentar al santo hacia la vanidad y el orgullo. El santo, no obstante, venció al Enemigo mediante la oración.
Para una soledad aún mayor, san Antonio se apartó más del pueblo, hacia un cementerio. Pidió a un amigo que le trajera un poco de pan en los días señalados y luego se encerró en una tumba. Entonces los demonios se abalanzaron sobre el santo con la intención de matarlo y le infligieron terribles heridas. Por Providencia del Señor, el amigo de Antonio llegó al día siguiente para llevarle la comida. Al verlo tirado en el suelo como muerto, lo llevó de regreso al pueblo. Pensaron que el santo estaba muerto y preparado para su entierro. A medianoche, san Antonio recobró el conocimiento y le dijo a su amigo que lo llevara de vuelta a los sepulcros.
La constancia de san Antonio fue mayor que las artimañas del Enemigo. Tomando la forma de bestias feroces, los demonios trataron de obligar al santo a salir de ese lugar, pero él los venció confiando en el Señor. Mirando hacia arriba, el santo vio que el techo se abría, por así decirlo, y un rayo de luz bajaba hacia él. Los demonios desaparecieron y él clamó: “¿Dónde has estado, oh Jesús misericordioso? ¿Por qué no apareciste desde el principio para acabar con mi dolor?.
El Señor respondió: “Estuve aquí, Antonio, pero quería ver tu lucha. Ahora, ya que no has cedido, siempre te ayudaré y haré que tu nombre sea conocido en todo el mundo”. Después de esta visión san Antonio fue sanado de sus heridas y se sintió más fuerte que antes. Tenía entonces treinta y cinco años de edad.
Habiendo adquirido experiencia espiritual en su contienda con el adversario, san Antonio consideró ir al desierto de Tebaida para servir al Señor. Le pidió al Anciano (a quien se había dirigido en busca de guía al comienzo de su viaje monástico) que fuera al desierto con él. El Anciano, mientras lo bendecía en la hazaña entonces inaudita de ser un ermitaño, decidió no acompañarlo por razón de su edad.
San Antonio marchó solo hacia el desierto. El diablo trató de impedírselo, poniendo en su camino un gran disco de plata, luego de oro, pero el santo lo ignoró y pasó de largo. Encontró un fuerte abandonado al otro lado del río y se instaló allí, bloqueando la entrada con piedras. Su fiel amigo le traía pan dos veces al año, y había agua dentro del fuerte.
San Antonio pasó veinte años en entero aislamiento y pugna constante con los demonios, y finalmente alcanzó la perfecta calma. Los amigos del santo removieron las piedras de la entrada, y se presentaron ante San Antonio rogando que los tomara bajo su guía. Pronto la celda de san Antonio estuvo rodeada por numerosos monasterios, y el santo actuó como padre y guía de sus habitantes, dando instrucción espiritual a todos los que venían al desierto buscando la salvación. Acrecentó el celo de los que ya eran monjes e inspiró en otros el amor por la vida ascética. Les dijo que se esforzaran por agradar al Señor y que no se desanimaran en su afán. También los instó a no temer los ataques demoníacos, sino a repeler al Enemigo por el poder de la Cruz Creadora de Vida de nuestro Señor.
En el año 311 surgió una implacable persecución contra los cristianos, en el reinado del emperador Maximiano. San Antonio, deseando padecer con los Santos Mártires, abandonó el desierto y se condujo hacia Alejandría. Sirvió abiertamente a los que estaban en prisión, estuvo presente en el juicio e interrogatorios de los confesores y acompañó a los mártires al lugar de la ejecución. Complació al Señor preservarlo, sin embargo, en beneficio de los cristianos.
Al final de la persecución, el Santo Padre volvió al desierto y continuó sus hazañas. El Señor le concedió el don de obrar milagros, expulsar demonios y curar a los enfermos por el poder de su oración. Las grandes multitudes de personas que venían a él impedían su soledad, y se alejó aún más, hacia el interior del desierto, donde se instaló en lo alto de una gran prominencia. Pero los hermanos de los monasterios lo buscaron y le pidieron que visitara sus comunidades.
En otra ocasión san Antonio salió del desierto y arribó a Alejandría para defender la fe ortodoxa contra las herejías arrianas y maniqueas. Sabiendo que el nombre de san Antonio era venerado por toda la Iglesia, los arrianos dijeron que se adhirió a su enseñanza herética. Pero san Antonio denunció públicamente el arrianismo delante de todos y en presencia del obispo. Durante su breve estancia en Alejandría, convirtió a Cristo a una gran multitud de paganos.
Personas de todo ámbito de vida amaban al santo y buscaban su consejo. Los filósofos paganos una vez se acercaron a Abba Antonio con la intención de burlarse de él por su falta de educación, pero con sus palabras los redujo al silencio. El emperador Constantino el Grande (21 de mayo) y sus hijos escribieron a san Antonio y le pidieron una respuesta. Elogió al emperador por su creencia en Cristo y le aconsejó que recordara el juicio futuro y que supiera que Cristo es el verdadero Rey.
San Antonio pasó ochenta y cinco años en el desierto solitario. Poco antes de su muerte, les dijo a los hermanos que pronto les sería arrebatado. Les instruyó a preservar la fe ortodoxa en su pureza, eludir cualquier asociación con los herejes y no ser negligentes en su lucha monástica. “Esforzaos por estar unidos primeramente con el Señor, y luego con los santos, para que después de la muerte os reciban como familiares amigos en las moradas eternas”.
El santo instruyó a dos de sus discípulos, quienes lo habían atendido en los últimos quince años de su vida, que lo enterraran en el desierto y no en Alejandría. Dejó uno de sus mantos monásticos a san Atanasio de Alejandría (18 de enero) y el otro a san Serapión de Thmuis (21 de marzo). San Antonio murió en paz en el año 356, a los 105 años, y fue sepultado en el desierto por sus discípulos.
La vida del afamado asceta san Antonio el Grande fue escrita por san Atanasio de Alejandría. Ésta sería la primera biografía de un santo que no fue mártir, y se considera uno de los mejores escritos de san Atanasio. San Juan Crisóstomo recomendaría que dicha vida fuera y sea conocida por todo cristiano.
“Estas cosas son insignificantes comparadas con las virtudes de Antonio”, escribe san Atanasio, “pero juzga por ellas cómo era el hombre de Dios Antonio. Desde su juventud hasta su vejez conservó su celo por el ascetismo, no cedió al deseo de alimentos costosos por su edad, ni alteró su ropa por la debilidad de su cuerpo. Ni siquiera se lavó los pies con agua. Permaneció muy saludable y podía ver bien porque sus ojos estaban sanos y sin atenuar. Ninguno de sus dientes se cayó, pero cerca de las encías se habían desgastado debido a su avanzada edad. Permaneció fuerte en sus manos y pies... Se hablaba de él en todas partes, y era admirado por todos, y buscado incluso por aquellos que no lo habían visto, lo cual es prueba de su virtud y de un alma querida por Dios”.
REFERENCIAS
Orthodox Church in America. (2023). Venerable and God-bearing Father Anthony the Great. New York, Estados Unidos: OCA.
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